A la vida la van marcando los acontecimientos. Solemos hacer recuento de nuestra biografía recordando aquellos momentos fundamentales, que significaron un cambio, un crecimiento, un aprendizaje. El nacimiento de los hijos, la muerte de un ser querido, la fiesta de promoción, el primer enamorado o el día que nos diagnosticaron una enfermedad mortal son como banderas que aparecen en una línea de tiempo y que nos obligan a parcelar nuestros recuerdos en un antes y después de…
Y eso que nos ocurre a los seres humanos en nuestras simples y predecibles existencias les ocurre también a naciones enteras, a la humanidad. Para que el hecho merezca ser marcado en el calendario tiene que ser, por obvias razones, relevante para aquellos que afecta. A un individuo lo puede dañar un hecho particular, concreto; el devenir de un colectivo, en cambio, depende de eventos colosales, casi siempre dramáticos.
Mientras escribo esta columna celebramos el nacimiento de Jesús. La sola existencia de un hombre marcó buena parte de los valores y los principios que mueven a Occidente. Su cumpleaños ha trascendido culturas y religiones que cuentan sus años en antes y después de Cristo. En esa misma fecha nacieron personajes que han sido importantísimos como el físico Isaac Newton (1642) o el actorazo Humphrey Bogart (1899) cuyos aportes en el campo de la ciencia y las artes son indiscutibles, pero sus nacimientos no son hitos para la humanidad, solo son materia de recuerdo de sus seguidores o sus familiares.
Ocurre, sin embargo, un hecho paradójico: a veces, grandes acontecimientos llamados por su naturaleza a ser trascendentes dan un giro dramático y se desdibujan. Se normalizan. Dejan de impresionarnos y no tiene mayor sentido poner una marca en el calendario para resaltarlos. Suele pasar cuando el horror se vuelve cotidiano, la insensatez pan de cada día y los sentimientos agotadores en la forma como decidimos relacionarnos. Hasta antes de la existencia de las redes sociales, podía contar con los dedos de una mano las veces que alguien me insultó. Hoy ya me sorprende que pase un día sin que alguien vomite su frustración usándome de excusa. Hasta hace dos o tres años el anuncio de la muerte de un ser querido era un hecho sorpresivo, catastrófico, nunca esperado. Desde que el COVID-19 se instaló entre nosotros la muerte tiene un rostro habitual y vive agazapada en los pulmones de miles de enfermos. Y desde hace un buen tiempo, la defenestración de un presidente de la República era un acontecimiento fuera de serie que afectaba todos los estamentos de nuestra vida, hoy es un simple trámite que esperamos escuchando las noticias, haciendo apuestas sobre en qué mes se irá Pedro Castillo a su casa.
La incertidumbre se ha instalado en nuestras vidas y cierto endurecimiento acompaña nuestros actos y nuestra capacidad de relacionarnos con el otro. Como nunca la humanidad enfrenta con insuficientes vacunas y medidas básicas de protección un virus que ha hecho arrodillarse a una especie que se creía dueña del mundo. Tal vez no éramos conscientes de lo precaria que resultaba la existencia hasta que todo lo que dábamos por sentado se desmoronó, pero no podemos cerrar el 2021 sin tomar consciencia de ello.
Llegamos a esta última semana del año y no sé ustedes, pero me invade la inquietante sensación de que en este año pasó mucho. Demasiado. Vivimos acontecimientos devastadores en una especie de vorágine en la que ya no había tiempo para detenerse a llorar. Hemos lidiado con la falta de empleo, la desaparición de nuestros seres queridos y el susto por cómo la clase política manejará nuestras vidas, casi como anestesiados. Sin tiempo ni ganas para la reflexión sensata. Pero no podemos seguir así. No podemos seguir adelante si no nos curamos. Debemos repasar, mirar y dejar ir. Para que el año que viene nos pille con las cuentas saldadas, con los muertos llorados y el alma limpia.