Benigno Medina, dueño del fundo San Agustín de Ayzarca en Ayacucho, fue la primera víctima mortal de Sendero Luminoso. Su hija lo encontró mutilado, sin lengua ni testículos, junto a una pared que decía: “Viva la guerra popular”. Fue el primero de más de 30 mil asesinados en nombre de los desvaríos de Abimael Guzmán, cabecilla mesiánico de la secta terrorista que murió (solo, en la celda de la que felizmente nunca salió) el pasado 11 de setiembre.
Han transcurrido semanas desde la expiración de Guzmán y las reacciones de la ciudadanía han sido diversas. El alivio parece ser el sentimiento más común, seguido de cerca por la alegría. A algunos, incluso, parece habérseles chorreado un poco de pena, como al excongresista del Frente Amplio Rogelio Tucto –que como legislador sugirió indultar al mentado “presidente Gonzalo”–, quien defendió que el cuerpo del criminal (al que llamó “doctor”) sea entregado a sus familiares.
Pero, más allá de las emociones, el suceso ha permitido poner en primera plana la realidad de la insurgencia senderista. Un ejercicio de memoria clave en épocas en las que el Gobierno está muy cómodo manteniendo a apologetas del terror en su seno.
Como se sabe, los senderistas creían que tenían que librar una “guerra popular” para llevar al país al socialismo. Creían, basándose en el ejemplo violento de Lenin y de Mao, que la pérdida de vidas humanas era un costo revolucionario que debía asumirse para llegar al edén socialista. Y en medio de todo estaba, por supuesto, el infalible “presidente Gonzalo”, un profeta del marxismo al que sus seguidores rendían culto y nombraban cuando cometían sus más sanguinarios crímenes.
Guzmán encabezó una banda cegada por la arrogancia, convencida de la perfección “científica” de su ideología. Pero también lideró una “revolución” definida por sus contradicciones e hipocresía. Para empezar, sus principales víctimas fueron los campesinos por los que decían luchar, a los que masacraron sin piedad. Asimismo, la cúpula dorada del “marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo”, compuesta en un comienzo por Abimael Guzmán, Augusta la Torre y Elena Iparraguirre, era una collera de burgueses privilegiados: el primero fue hijo del administrador de una hacienda azucarera que se educó en el Colegio La Salle de Arequipa, la segunda era la hija de dos terratenientes ayacuchanos y la tercera nació en una familia de clase media y se educó en el extranjero. El cabecilla, además, dirigía sus atentados desde barrios acomodados de Lima como Surco, Miraflores y Surquillo, mientras los que se arriesgaban y morían en su nombre eran, usualmente, terroristas que provenían de familias pobrísimas: carne de cañón.
En cuanto a sus crímenes, todavía pesan sobre el país los 69 ciudadanos masacrados en Lucanamarca en 1983, la vida de María Elena Moyano arrebatada en 1992, los 25 peruanos reventados en la calle Tarata en julio del mismo año, y los miles de compatriotas más que cayeron por el capricho ideológico de un monstruo.
Ante toda la maldad, la muerte del terrorista debía suponer un hecho notable. Y es precisamente por eso que la reacción tibia del Gobierno de Pedro Castillo ha sido patética e inquietante. Que quien encarna a una nación flagelada por el terrorismo haya limitado su pronunciamiento a un tuit es un escándalo que solo alimenta las suspicacias que generan él y sus funcionarios y supone un desaire a las víctimas del terror, que solo se quedan con el consuelo de que Guzmán hoy recorre el sendero al infierno.
P.D.: Recomiendo la lectura de “Ríos de sangre: Auge y caída de Sendero Luminoso” de Orin Starn y Miguel La Serna. Este artículo utiliza mucha de la información ahí recogida.