Los peruanos usamos términos como “un señor” o “una señora” como elogios a las virtudes morales o cívicas de alguien. Quizá herencia de alguna afición a la nobleza, el término también se refiere a un modelo de vida. Élide Brero, por ejemplo, era una gran señora. Una señora del teatro y de la vida, con una presencia sobria y fulgurante en el escenario y también en las calles del barrio donde a veces tenía la fortuna de encontrármela. Lo mismo puedo decir de otra gran señora, la profesora Beatriz Mauchi, quien nos dejó hace pocos días. Las generaciones de alumnos de la Universidad Católica que tuvimos la fortuna de aprender de su rigor, sus conocimientos y su amabilidad, no olvidamos sus clases de Lengua. Hasta poco antes de su partida, a los noventa y un años, la profesora Maucchi seguía asistiendo puntualmente a sus clases a las siete de la mañana para beneficio de todos sus alumnos.
El lunes de esta semana habría cumplido noventa y seis años otro gran señor, Fernando de Szyszlo, que consagró su vida a reproducir los colores de los sueños y pesadillas de los peruanos. Sus formas fulgurantes en la bruma quedarán siempre a nuestro lado. Uno de sus amigos, otro gran señor, Sebastián Salazar Bondy, cumplió hace poco un nuevo aniversario de fallecido. Sebastián nos dejó una obra llena de indignación y sutilezas que felizmente ha seguido siendo difundida por Alejandro Susti. Se cumplieron hace poco dos años de la partida de Francisco Miró Quesada Cantuarias, otro gran señor que dejó tantas enseñanzas en la Universidad de San Marcos y en el periodismo. Para todos, siempre será hora de recordarlo como una inspiración.
Ernest Hemingway, otro gran señor a su manera, acaba de cumplir seis décadas de ausencia. Su muerte de un balazo por mano propia fue una prolongación de la intensidad de su vida que siempre cortejó a las musas oscuras del otro lado. Hemingway, que llegó en 1956 a Cabo Blanco, que buscaba encontrar el merlín negro, que declaró en una entrevista a El Comercio hecha por Mario Saavedra Pinón, sigue cerca de nosotros en sus frases cortas que recuerdan el batido de las olas. Otro gran señor, Louis Armstrong, el “gran cronopio” nos dejó este mes hace cincuenta años, y su trompeta, acompañada de su banda “The All Stars”, suena cada día mejor.
En esta época de mortalidad, coronada por la pandemia, donde los tiempos difíciles han hecho acelerarse otras enfermedades, siento que cada uno de nosotros ha elegido a los ausentes que nos inspiran. Nos preguntamos qué hubieran dicho cada uno de ellos sobre estos tiempos y qué consejos nos darían. Una de estas ausencias, si se me permite esta confesión, es la de mi madre Lilly, que ayer mismo cumplió seis años sin nosotros. Puedo decir que ella y yo aún hablamos en algunos momentos privilegiados. La muerte no interrumpe una buena conversación.
Hace poco, la poeta rumana Ana Blandiana, que perdió recientemente a su esposo, declaró que un poema es como una oración. Gracias al lenguaje de la poesía, “el amor y la muerte no se unen, sino que el amor pulveriza los significados de la muerte como desaparición, iluminando otro camino.” Mientras escribía sus poemas, aclara, estaba escribiendo sobre “la imposibilidad de una separación”.
Todas estas figuras que recordamos vivieron su compromiso con sus sociedades. Sus trabajos fueron humildes, pacientes y constantes. Qué diferencia con la gente que quiere hacer saltar el mundo desde posturas extremistas de la derecha y la izquierda en nuestra política. Esos son los verdaderos muertos, no los otros.