El cierre de un año intenso como el 2021 y el inicio de otro donde las perspectivas económicas, políticas y sociales no son las mejores, parecerían haber hundido a los peruanos en un letargo del que no estarían dispuestos a salir. Ni siquiera cuando Vladimir Cerrón, el secretario general del partido de gobierno, cree que ha llegado el momento de tomar el camino violento de la lucha de clases.
Y es en este contexto que el Informe de Riesgos Globales 2022 del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) considera que el mayor riesgo que el Perú enfrentará este año es el “colapso del Estado”. Según el WEF, esto implica una situación que deriva de “conflicto interno, ruptura del Estado de derecho, la erosión de las instituciones, golpe militar o inestabilidad global”. El Perú parecería estar parado sobre una cuerda intentando mantener el equilibrio para no caer al abismo de los Estados fallidos. En estos casos, no avanzar es retroceder.
El Estado Peruano se ha convertido, o tal vez siempre ha sido, un botín, donde todos llegan para llevarse una parte. Sea porque ganaron elecciones, porque obtienen puestos públicos para los que no están calificados o sea a través de la compra y venta de favores políticos –y contratos– para empresas a través de lobbistas cercanos al poder. Y esto no es nuevo. Cambian los funcionarios y los lobbistas, pero la práctica se mantiene.
Desde el inicio del gobierno de Pedro Castillo, los nombramientos de ministros y altos funcionarios sin las capacidades para los puestos y con antecedentes penales, procesos judiciales abiertos y/o cercanía a Sendero Luminoso, a través de sus distintos movimientos de fachada, fueron un tema de discusión y reclamo público. Sin embargo, no hemos encontrado un mecanismo dentro del sistema democrático para impedir que el Gobierno continúe capturando y destruyendo las pocas y frágiles instituciones que tiene el país. El pago de favores políticos a excandidatos al Congreso y miembros de partidos o sindicatos cercanos al Gobierno, a través de designaciones en puestos claves, es cosa de todos los días. Un ejemplo: el nombramiento de Daniel Salaverry como presidente de Perú-Petro, un personaje incapaz para dirigir una institución tan importante para la promoción del desarrollo del sector hidrocarburos y del que dependerán millonarios contratos.
¿Cómo logramos defender al país si hemos dejado de lado la batalla política? No es solo que no participamos activamente en política, sino que ni siquiera les exigimos a quienes llevamos al poder un mínimo de transparencia y rendición de cuentas. El Congreso –cuya función principal, además de legislar, es ejercer el control político del poder Ejecutivo– parecería estar demasiado asustado para actuar. Los congresistas se han dividido y reagrupado de acuerdo a sus propios intereses y los de los dueños de sus partidos. Mientras todo esto ocurre, la clase empresarial, aburguesada, ha dejado de lado el liderazgo que le corresponde para continuar navegando por debajo del radar. Sin partidos, ni movimientos políticos, sin líderes empresariales que den batalla, los ciudadanos no encontramos quién nos represente.
Por todo lo anterior, no sorprende que un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo haya encontrado que solo uno de cada diez latinoamericanos cree que los demás actuarán de manera correcta. Es decir, el 90% de latinoamericanos no confía en el otro. La confianza se basa en la idea de que existen reglas comunes iguales para todos, que son respetadas, incluso cuando nadie está mirando. La falta de confianza en gobiernos, empresas, sindicatos y personas limita el crecimiento de América Latina y la satisfacción de los ciudadanos con la democracia. En nuestro país, la gran mayoría de peruanos se siente excluido del sistema y se desarrolla en la extra legalidad. De espaldas a un Estado que no responde a sus necesidades y a un sector empresarial en el que tampoco confían. Y de esa falta de confianza se aprovecha Perú Libre, que impulsa la lucha de clases para refundar el país.