El kit para armar una república ya se conocía, pues casi todos en el barrio ya lo habían adquirido cuando nos tocó el turno, pero un detalle se nos pasó: en la caja que contenía las piezas para ese nuevo coche faltaban las llantas. El moderno y mundialmente conocido vehículo político que habíamos imaginado como garantía de un mejor futuro colectivo, adquirido, además, a un costo descomunal (tres décadas de recesión), se quedó sentado en el garaje casi un siglo.
Los historiadores Carlos Contreras y Marcos Cueto han buscado explicar esa frustración: “Dadas las peculiaridades de su conformación territorial, sumamente agreste, las vías de comunicación resultaban fundamentales para [...] ‘crear’, en cierto sentido, una nación que, sin ellas, no pasaba de ser un vago referente político y simbólico”. Sin instrumentos para la conexión interna, la república nacía muerta.
El economista Antonello Gerbi atribuyó esa barrera a la extrema diversidad y dificultad de la geografía peruana, y resaltó, además, su gran distancia del resto del mundo. Ambas caracterizaciones fueron repetidas por Antonio Raimondi, quien viajó por el país celebrando la variedad física, pero lamentando las dificultades que esta planteaban para el desarrollo. Gerbi cita la clásica definición del Perú como un archipiélago terrestre cuyos núcleos dispersos de población subsistían separados por distancias y por obstáculos inmensos. Esta comparación ayuda a comprender las frustraciones del primer siglo republicano del Perú en el que se necesitaba “un mes de viaje y de fatigas … para ir de Lima a las principales ciudades” según Contreras y Cueto.
Pero, si los esfuerzos dirigidos a crear orden político y desarrollo productivo durante el primer siglo de independencia se vieron sustancialmente frustrados por una geografía extremadamente hostil, el avance en ambos frentes fue más bien fuertemente apoyado por circunstancias también providenciales con las tecnologías que revolucionaron el transporte y la comunicación. El primero fue el invento del buque a vapor que llegó al Perú durante su primer año de independencia y que multiplicó el movimiento comercial y de personas a lo largo de la costa. Un segundo avance tecnológico, también durante ese primer siglo, fue el ferrocarril, que despertó entusiasmos, sueños emprendedores y hasta políticos. Sin embargo, su impacto resultó matizado, limitado mayormente a su uso en los valles de la costa, en la minería de la sierra, y para la lana del sur. Esto ocurrió, en parte, por su costo y también por su vulnerabilidad en guerra.
El salto más trascendental de la conectividad esperó hasta las primeras décadas del siglo XX, y se lo debemos a los inventores del automóvil, Karl Benz y Gottlieb Daimler, y también a Henry Ford quien masificó el acceso al nuevo instrumento. Su uso aumentó rápidamente en las ciudades, pero la extensión para unir ciudades y regiones tuvo que ceñirse a la gradual extensión de una red vial que casi no existía a inicios del siglo XX, y cuya expansión fue costosa debido a la complicada geografía del país. Con todo, la continua extensión de la red de caminos se volvió el instrumento principal de una diversificación tanto de la actividad productiva como del contacto y movimiento demográfico.
A pesar de la visible conectividad que llegó con el automóvil, sería atrevido calcular su aporte en comparación con otros instrumentos regalados por la tecnología, como el telégrafo, el teléfono y el avión, que se han sumado a la ola conectiva y transformativa del país. Y la más reciente de esas innovaciones –la revolución digital– ya viene produciendo un nuevo salto integrador que se suma al impacto de las tecnologías del siglo XX, ahora en el siglo XXI.
Finalmente, llegaron las llantas, pero el reto ahora es aprender a manejar bien el vehículo.