La fortaleza de carácter –y usualmente también la madurez y la espiritualidad– se expresa en la capacidad de reírse de uno mismo, y agradecer la adversidad (con el tiempo y sin incurrir en masoquismos), por los aprendizajes que deja. Eso he concluido tras casi 25 años de recorrido profesional por disciplinas tan diversas como el Derecho, el periodismo, la academia, la empresa privada, la consultoría, la actividad gremial, la consejería estratégica organizacional, entre otras, incluyendo incursiones (a tiempo parcial) en la función pública.
¿Puede alguien imaginar a alguno de nuestros líderes políticos –cualquiera– riéndose juguetonamente entre familiares o amigos de sus propios defectos? ¿Se puede acaso imaginarlos en silenciosa meditación al final de la jornada, agradeciendo desde el fondo de su conciencia a Dios o al universo por las tribulaciones que, en ejercicio de su función, les toca enfrentar y ojalá superar? Claro que la debilidad psíquica no es igual a la política, pero si se ven como compartimientos estancos y desvinculados se pierde la perspectiva y, por lo tanto, eventualmente, la oportunidad de tener el diagnóstico y remedio más certeros, como sugiere el periodista norteamericano David Epstein en su libro “Range” (2019), una genial apología de lo interdisciplinario ante la complejidad del futuro.
Hace unos días, el politólogo Martín Tanaka concluía un rico debate sobre ultraísmos con Jaime de Althaus afirmando que “en nuestras últimas elecciones, ganó inesperadamente una candidatura de izquierda ciertamente radical, pero muy precaria, de modo que su gestión está marcada por la falta de capacidad de gestión y la improvisación en la toma de decisiones”. De tal constatación se desprendería –para cierto sentido común creciente entre los moderados– que la debilidad política del presidente Pedro Castillo le impediría perpetrar abusos y fechorías. Me temo, sin embargo, que la experiencia histórica de la humanidad contradice lo de los abusos, y los indicios de chapuceras corruptelas de este régimen, lo de las fechorías.
Autoritarios en todo el mundo, de todo el espectro ideológico y de toda intensidad represiva –desde Hitler hasta Rafael Correa– han logrado consolidar poder y abusar de él a pesar de haberlo asumido en condiciones relativa o absolutamente precarias. La debilidad de un poder recién asumido no es, pues, ni remotamente, garantía de la imposibilidad de su posterior concentración, cuando hay esa intención. Y no hay duda de que Castillo la tiene, pues así lo ha declarado explícitamente antes y después de la campaña. Y si no bastan sus palabras, preguntémonos quién se beneficia de la grosera maniobra –de corte vizcarrista– para desprestigiar (todavía más) al Congreso por la vía de inflar eventuales desatinos de su presidenta. Así, pues, la debilidad política, potenciada por la debilidad de carácter, puede ser fuente de debilidad moral en el poder. E incluso si este es precario, ello pone en peligro las libertades y la democracia.
Como dice el psicólogo canadiense Jordan Peterson: “Si piensas que los hombres rudos son peligrosos, espérate a ver de lo que son capaces los hombres débiles”. La debilidad de carácter –actitud errática, cobardía, autovictimización, desesperación, rencor– puede ser fuente de muchos males políticos, como me explicaba mi padre –un demócrata y conservador de derechas– al justificar su solitario (en su entorno) desprecio por Alberto Fujimori: no tiene ningún sentido de la decencia ni el honor quien juró por la Constitución para luego pisotearla, y se refugió sin su familia en la embajada japonesa cuando militares institucionalistas –encabezados por el general Jaime Salinas Sedó– intentaron restituirla (en contraste con el presidente Belaunde, que destituía simbólicamente al gendarme que lo condujo en pijamas fuera de Palacio).
De ahí la utilidad de una visión interdisciplinaria de la debilidad presidencial. El interesante debate constitucional sobre el aún ambiguo contenido de la figura de la “incapacidad moral permanente” podría nutrirse también de la constatación de que, si el presidencialismo –sustento de la inmunidad del jefe del Estado– busca la estabilidad del gobierno, la debilidad psíquica, que no es siempre locura, trae siempre inestabilidad, y algunas veces desemboca en dictadura. Turbio significa poco transparente, y el incidente de la casa de Breña demuestra que “esa turbia debilidad” del presidente Castillo no es inocua. Las competencias para gobernar se pueden adquirir (como lo señalé en mi columna del pasado 20 de noviembre). La fortaleza política también. La moral y de carácter (que se retroalimentan), difícilmente. Pero esas son las imprescindibles.