Cuando el Gobierno afirmaba que estaba buscando crear espacios de diálogo y consenso y bajar los niveles de confrontación política para poder concentrar su atención en atender los múltiples y urgentes problemas del país, así como la creciente ola de protestas y descontento ciudadano, aparece súbitamente la propuesta de referéndum que el presidente Pedro Castillo y el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, habían señalado repetidamente que “no estaba en agenda”.
Torres justifica esta iniciativa argumentando que se busca “estabilidad política”, cuando su efecto es precisamente el contrario. También, señala que estarían respondiendo a los reclamos de la población, cuando solo un 23% de los ciudadanos estaría de acuerdo con la redacción de una nueva Constitución, mientras que un 58% esperaría reformas parciales y un 18% ningún cambio (según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos de julio del 2021). En enero de este año, ante la pregunta de cuáles deberían ser los temas prioritarios para el Gobierno, el impulsar una asamblea constituyente concitaba apenas el 8% de las respuestas, frente a problemas más pedestres e inmediatos como la lucha contra la delincuencia o la generación de empleos (Ipsos). Además, la propuesta tiene serios problemas de coherencia: habla primero de un proyecto de ley de reforma constitucional, pero luego propone un referéndum para convocar a una asamblea constituyente, que supone la aprobación previa del Congreso de la reforma constitucional, que puede requerir a su vez de un referéndum para entrar en vigencia.
Como podemos imaginar, la probabilidad de que el Congreso apruebe esta reforma constitucional es muy remota. Entonces, ¿por qué dar este paso que acentúa la pérdida de credibilidad del Gobierno? Señalo algunos factores posibles. En primer lugar, esta iniciativa buscaría “apaciguar” a los sectores más radicales de la alianza gubernamental con llegada a su vez a dirigencias y gremios radicalizados, que coronan sus pliegos de reclamos con consignas como asamblea constituyente y cierre del Congreso. Algunos de ellos tienen relación con algunas de las protestas de las últimas semanas. Además, esta propuesta unifica a buena parte de la izquierda para la que la nueva Constitución es un punto fundamental de su discurso e identidad política. Permite, además, levantar la bandera del antifujimorismo, origen de la Carta Magna de 1993 y del “orden neoliberal”. Despierta en estos sectores las ilusiones de un pueblo soberano expresándose de manera directa sin mediaciones institucionales, abriendo la puerta para la construcción de un “poder popular” sin restricciones, una suerte de atajo para el inicio de un camino “revolucionario” que permitiría pasar por encima de los grupos de poder.
Y se trata de una retórica que empata bien con ciertos sentidos comunes en la población, como lo recuerda la encuesta sobre populismo, antielitismo y nativismo realizada en 25 países por Ipsos. En este sondeo, Colombia, el Perú, Brasil y Chile destacan por ser países en los que la percepción de que el Gobierno responde a los intereses de los ricos y poderosos o que los “expertos” no entienden a los ciudadanos comunes es aguda.
Finalmente, dado que lo más probable es que el Congreso descarte la propuesta del Ejecutivo, esto serviría como pretexto para seguir levantando el discurso del “obstruccionismo”: si al Gobierno le va mal, será porque no lo dejan gobernar.
Sin embargo, se trata de una iniciativa que, si bien podría despertar simpatías dentro del 25% que todavía aprueba la gestión de Castillo, ahonda las diferencias con todos los demás. Frente a ella, lo mejor sería concentrarnos en proponer y exigir la implementación de soluciones concretas para los problemas inmediatos. Y, así, consensuar una propuesta de reformas políticas mínimas que permitan mejorar la representación política en las próximas elecciones y un mejor equilibrio entre los poderes del Estado de acá en adelante. Esto último requiere de reformas constitucionales que deberían ser fruto de un amplio debate que permita un acuerdo político duradero, a diferencia de la propuesta improvisada de cambio constitucional del Ejecutivo.