Aquel que crea que la destitución de Pedro Castillo es el comienzo de un período de concordia política habita otro país. Esas treguas políticas no son más que reflejos espasmódicos de una sociedad cada vez más visceralmente desarraigada, una comunidad que ha perdido la capacidad de informar sus demandas a través de sus partidos y de creer en sus políticos, en sus medios de comunicación. Ufanados en que somos un país de emprendedores en el que cada uno labra su destino a pesar del Estado, hemos construido la trampa perfecta para hacer más débil nuestra esperanza en la política y en las instituciones. Cada uno se redime como puede, es el reino del “sálvese quien pueda”, porque nadie se salva colectivamente.
Y esa larva egoísta ha envenenado cada esquina de nuestras relaciones comunes. Nuestra confianza en la democracia es insignificante. Nadie espera en el Perú que la política y el Estado vengan en su rescate. Colas interminables buscando balones de oxígeno en los días de pandemia eran retratos de un orden social fracturado y gangrenoso en el que sobrevivía el más poderoso. En el que nadie te salvaba, solo tú mismo.
El fracaso de Sendero Luminoso y la derrota de la hiperinflación fueron triunfos también de un sistema que generó bienestar que no es que quedó incompleto por falta de entusiasmo, sino que para algunos era conveniente que quedase incompleto. En el Perú emergió una nueva clase privilegiada que arrastró a muchos fuera de la pobreza, pero fue incapaz de construir un Estado para todos. Mientras la nueva clase acomodada consiguió blindarse del infortunio, para la clase media mentirosa peruana nunca llegaron las reformas de salud, educación y pensiones que eran necesarias para que los beneficios del sistema pudieran ser más patentes para todos.
Al contrario, se privilegió el crecimiento indiscriminado de ofertas educativas, sanitarias y pensionarias que introdujeron clivajes más profundos de los que ya existían. Un mercantilismo salvaje campeó, el Estado desapareció. El mundo laboral se hizo peligrosamente informal para sobrevivir y cada vez que alguien intentaba cuestionar los cimientos de esas reformas incompletas era acusado de sedicioso. Los más inteligentes defensores del modelo hace mucho se dieron cuenta de que había muchas cosas que cambiar.
Si ciudadanos de muchas regiones del país entienden que el sistema reproduce inequidades territoriales, ¿cómo defender el sistema? Ha habido prosperidad y se redujo pobreza, pero también se creó una nueva burguesía miope, timorata de concederle autonomía a todos sus ciudadanos. No es cierto que el Perú sea meritocrático; somos un país en el que los atajos nos libran del infortunio. Quienes sigan con los ojos vendados creerán que las preocupaciones de los ciudadanos continúan entrampadas en bizantinas reformas y cuando vean que algunos vienen con ambiciones revolucionarias pegarán el grito en el cielo y dirán que no los vieron venir. Pero si han estado viniendo todos los años y los vienen derrotado en las calles hace mucho.
Esta nueva calma irreal y efímera impuesta a punta de lacrimógenas y balas ha sido celebrada por el ‘establishment’ miope que cree que puede seguir ignorando reclamos justos con tal de vivir en el Perú que solo existe en una película de Netflix, en el que los peruanos que visten con trajes típicos solo son buenos mientras formen parte del paisaje, pero que ni se les ocurra protestar.
No interesa dialogar, su único lenguaje fue imponer el orden como haga falta, incluso matando gente en Ayacucho. Optimismo es lo que menos tengo para el 2023, estamos rotos como país, incluso algunos ya se han aventurado a hablar sobre la escisión del sur peruano: una discusión que debería confirmar el fracaso de nuestras élites políticas e intelectuales. Es muy pronto para decir que el proyecto como nación peligra, pero tiene muy mal aspecto. Y, como toda crisis en el Perú, lleva a hacer creer al ‘establishment’ que la gasita detuvo la hemorragia. Somos un país que sangra y repleto de gentes carroñeras de ambas veredas que disfrutan con la sangría.