En las competencias de debate se suele plantear la moción en disputa como si solo admitiera dos posiciones que son mutuamente excluyentes: o bien uno está a favor de algo o bien está en contra, no hay opciones intermedias. En la realidad, no obstante, y en la política en particular, resulta problemático encuadrar las discusiones de forma tan binaria o maniquea. Las cosas nunca son tan blanco o negro, y los compromisos que necesitamos para vivir en sociedad demandan que sepamos movernos en las zonas grises, siendo capaces de escuchar al que opina distinto para ver si hay espacios de posible coincidencia, más allá de que partamos de posiciones intensamente discrepantes.
Esta semana hemos visto un amago de debate en torno a la moción “la tercera toma de Lima fue un fracaso”, o su antítesis: “la tercera toma de Lima fue un éxito”. Digo amago porque no fue un debate en el real sentido de la palabra como el que me hubiera gustado escuchar; es decir, con adversarios sustentando prolijamente sus posiciones, pero también reaccionando inteligentemente a los argumentos del rival. Lo que vimos, más bien, fue mucha gente afirmando sus conclusiones en torno a esto como si fueran obvias o incontrovertibles, y liberándose de paso del trabajo de explicar cómo llegaron a ellas.
No es obvio para mí que la tercera “toma de Lima” haya sido categóricamente un éxito o un fracaso. Más allá de mis preferencias personales (luego regreso sobre esto), puedo imaginarme argumentos para sustentar ambas posiciones. Esto, por supuesto, dependerá mucho de si precisamos el fraseo de la moción: ¿fracaso o éxito para quién exactamente? ¿Para quienes protestaron en general o para algún grupo en específico con determinados reclamos? ¿Para algún partido político o espacio ideológico? ¿Para el Gobierno? ¿Para la policía? ¿Para la democracia? Y si juzgamos a partir de las cifras de gente movilizada, hay otro tanto de preguntas que hacerse: ¿en Lima o a nivel nacional? ¿Comparamos con el universo de posibles marchantes? ¿O medimos la variación respecto de marchas anteriores?
Considerando los trágicos antecedentes (que siguen pendientes de sanción), no es una cuestión menor que el Perú haya tenido una jornada de protesta eminentemente pacífica y que haya habido mayoritariamente autocontrol y profesionalismo por parte de las fuerzas del orden. No lo celebro, porque es algo que debiera ocurrir siempre, pero lo destaco. Y si bien encuentro muy problemático el uso de la denominación “toma de Lima”, sí calificaría de exitosa a la jornada de protesta en este aspecto en particular.
Respecto de los reclamos de fondo, parto por señalar que algunos los considero antidemocráticos o flagrantemente ilegales, como el “cierre” (distinto a la disolución constitucional) del Congreso o la restitución de Pedro Castillo en la presidencia. Esas son agendas que considero cruciales para la continuidad de la democracia en el Perú que, en efecto, fracasen. Otros pedidos me encuentran en la orilla opuesta del argumento, como la convocatoria a una asamblea constituyente.
Ahora bien, la marcha de esta semana ha sido, a mi juicio, distinta a las anteriores “tomas de Lima” porque ya no está centrada principalmente en un cuestionamiento (equivocado) sobre la legitimidad de origen del gobierno de Dina Boluarte, sino que suma un cuestionamiento a la legitimidad de ejercicio de lo que se percibe como un arreglo entre el Gobierno y el Congreso en virtud del que el primero evita responder por las violaciones de derechos humanos que ocurrieron en las anteriores protestas y el segundo puede seguir violando el principio de separación de poderes en su intento por controlar a otros organismos constitucionalmente autónomos.
Así como las ideas de restituir a Castillo en la presidencia o la de cerrar sin más el Congreso deben ser rechazadas, también es muy peligroso para la democracia que no se le ponga freno a lo que están haciendo el Congreso y el gobierno actuales. La protesta ciudadana podría ser la única forma de revertir o confrontar este escenario de ausencia de controles sobre estos dos poderes del Estado. Cuando la democracia está en la línea, no podemos darnos el lujo de que fracase.