Por varias décadas, el país asumió que la autonomía universitaria significaba autarquía. La universidad operó de manera independiente, en parte regulada por las leyes del mercado y, muchas veces, por intereses políticos y económicos. Y también operó bajo la influencia de altruistas fines educativos. En algunos casos, esto resultó en excelentes universidades. Y en otros, en centros de enseñanza mediocres.
Con la aprobación de la ley universitaria en el Congreso, el Estado retoma su rol rector en la educación superior universitaria. Y se hace sin afectar la autonomía universitaria. La autonomía de gestión, autonomía de gobierno y, lo más importante, la autonomía académica están en la Constitución, y una lectura cuidadosa de la ley aprobada muestra que no hay intención de mellarla. La superintendencia que la ley crea debe verificar que toda universidad tenga las condiciones básicas para ofrecer una carrera. Pero no tiene ninguna atribución para regular o supervisar contenidos académicos.
Lo que esta ley establece es que toda universidad debe asegurar condiciones básicas para proteger el derecho que tiene todo estudiante a una educación de calidad. El mercado por sí solo, como algunos han planteado, rara vez asegura que toda la oferta de un servicio como la educación superior tenga el estándar básico que se requiere. Y si un joven se da cuenta, varios años después, al terminar su carrera, que lo que invirtió en tiempo y dinero fue un desperdicio, tendrá poco que hacer. El tiempo perdido no se lo devuelve nadie.
Lo que esta ley, y el debate que se inició hace dos años en la Comisión de Educación del Congreso, nos da es la oportunidad de definir una política nacional para la educación universitaria. Las condiciones necesarias para avanzar hacia una universidad que prepare a los ciudadanos y profesionales peruanos para enfrentar los retos y las oportunidades del siglo XXI no se logran con esta ley por sí sola. Esta ley es solo una pieza, muy importante, que nos permite avanzar en esa dirección.
Lo que se plantea al país es avanzar en la definición de una política nacional sobre educación superior. Política que debe incluir al menos tres ejes, además del licenciamiento que se ha encargado a la superintendencia: sistemas de información, políticas de fomento y un sistema de acreditación. Sistemas de información acerca de las características de las universidades y los retornos de mercado de carreras en distintas instituciones. Políticas de fomento como subsidios vía la demanda a través del Pronabec, que ya invierte en becas para jóvenes peruanos en universidades peruanas seleccionadas (menos de 30 universidades califican para recibir becarios), y políticas de subsidios a la investigación y mejora de planes pedagógicos, que están pendientes. Y además se requiere promover agresivamente la acreditación homologada internacionalmente. Justamente, la ley da el marco para una reformulación del Sistema Nacional de Acreditación de la Calidad. Todos estos elementos nos deben permitir avanzar hacia una universidad moderna.
Avanzar en una política nacional no es sencillo, como tampoco lo será implementar la superintendencia que establece la ley. Por un lado, está el compromiso de asegurar un escrupuloso concurso público que permita elegir académicos, investigadores y profesionales de reconocida trayectoria que lideren esta superintendencia. Por otro, está el reto de establecer un proceso de supervisión y regulación razonable y eficaz; otorgando plazos adecuados para que aquella universidad que no cumpla estándares básicos se adecúe a los mismos.
Pero la complejidad del reto no nos puede hacer claudicar, que es lo que el país eligió hasta ahora. Un país que,desde el punto de vista económico es reconocido por su estabilidad y por excelentes perspectivas, como acaba de reconocer Moody’s, no puede darse el lujo de tener una educación superior de calidad muy heterogénea, y en promedio, baja. Tenemos que ponernos al día y avanzar en dar a nuestros jóvenes la oportunidad de la educación superior que se merecen.