El ciclo iniciado en julio del 2018 debía desembocar en dos procesos paralelos pero convergentes de reforma: la política y la judicial. En materia judicial no tenemos mucho. Tenemos un Ministerio Público que más allá de la dinámica de las fiscalías anticorrupción, no grata para todos, está arrastrando el caso del señor Chávarry como un lastre. Tenemos un intento fallido por instalar la Junta Nacional de Justicia (que ahora intenta relanzarse) y un consejo pensado como espacio de coordinación de políticas públicas que quedó paralizado en julio, cuando el Tribunal Constitucional decidió retirarse.
Al otro lado de la orilla, la agenda de la reforma política propuesta por la comisión Tuesta en diciembre del 2018 marcó el primer período legislativo de este año. Pero a partir de julio esta agenda se ha movido hacia la discusión sobre el adelanto de elecciones.
En esta discusión, la mayoría del Congreso parece haber jugado a ganar tiempo para sorprendernos en estos días con el lanzamiento de un proceso que ha restado toda atención sobre el segundo intento, ya en plena marcha, de conformar la Junta Nacional de Justicia: la elección de los jueces del Tribunal Constitucional.
La elección ha sido preparada y lanzada a puertas cerradas. Por eso ha adquirido la imagen de una maniobra extraída de un plan diseñado para prevenir contingencias: si la crisis sobre la cuestión de confianza estalla en el último trimestre de este año, el tribunal al que llamaría el Congreso para resolver el ‘impasse’ podría tener una conformación reciente y distinta a la que tiene el actual Tribunal Constitucional. Entonces, siendo esto posible, no puede reconocerse en el proceso un esfuerzo neutral por mantener simple y llanamente las rutinas institucionales de nuestro sistema al día. Se impone advertir el enorme riesgo que representa que se esté instrumentalizando la conformación de uno de los dos tribunales más importantes de la república por razones de simple coyuntura.
La mayoría en el Congreso parece estar creando la escena que le permitiría decir “no” al anticipo de elecciones sin consecuencias prácticas. Pero el espacio que pretende emplear para ello, el Tribunal Constitucional de un país que no tiene Senado, es demasiado importante para hacer tolerable este movimiento defensivo.
Si se hace esta elección en las condiciones actuales, la conformación del tribunal quedará marcada por el sentido de la coyuntura. Este será el tribunal de esta mayoría. Pero no solo eso. Este será también el tribunal llamado a revisar las destituciones de jueces y fiscales que apruebe la Junta Nacional de Justicia que la comisión especial está tratando de instalar. Y esas destituciones deben ser el punto de cierre del proceso que se impulsó para desmontar la influencia que había acumulado la llamada mafia de Los Cuellos Blancos sobre el sistema legal.
Elegir a los jueces del Tribunal Constitucional en este momento convertirá a los elegidos, lo quieran o no, en parte de una correlación de fuerzas específica. Una correlación formada en una pelea que atraviesa, al mismo tiempo, las complejas relaciones del Ejecutivo con la mayoría en el Congreso y las posibilidades de terminar el ciclo de reordenamiento de las fiscalías y del judicial que se inició después del descubrimiento de la mafia atribuida al señor Hinostroza Pariachi. En medio de este ambiente, y de esta manera, es absolutamente imposible asegurar un proceso del que resulten magistrados independientes e imparciales.
Los estragos que esto puede causar sobre el sistema institucional pueden sostenerse además por más tiempo que el que tendrán los actuales personajes de la política en sus puestos. De modo que esta medida se parece más a un torpedo lanzado sobre una barcaza: evidentemente la destruirá, pero además, seguirá de largo y alcanzará a la playa que está detrás de ella.
Un tribunal como el constitucional no puede ser utilizado como un arma de guerra. Al hacerlo se daña la estructura del sistema institucional. Y se crean ventajas instrumentales que pueden pasar luego a otras manos. Acaso las mismas que durante los últimos años se alimentaron de los servicios de la mafia de Los Cuellos Blancos.
Cabe entonces preguntar si el Ejecutivo está en posición de convertir en cuestión de confianza la suspensión de la elección de los jueces del Tribunal Constitucional hasta que se formen condiciones institucionales verdaderamente equilibradas para reemplazar a los actuales jueces.
Este es un momento en que el único objetivo imaginable consiste en recuperar un ambiente institucional mínimamente equilibrado. El que tenemos no tiene posibilidades de llegar a ningún balance. Sostenerlo tal como está, simplemente por sostenerlo, no genera estabilidad alguna. Y el desequilibrio que padecemos se multiplicará de manera exponencial si llegamos a permitir que impregne la elección de uno de los dos principales tribunales de la república.
Entonces tenemos que decir que no. Y sostener nuestra respuesta.