La semana pasada, comentaba que el presidente Pedro Castillo mostraba una lógica claramente autodestructiva. El radicalismo discursivo ha terminado materializándose no en una agenda de reformas, sino en la lucha por cuotas de poder, en la reivindicación del derecho a colocar y a contratar a los más cercanos y leales, y en tomar decisiones sobre la base de estos, rechazando la consideración de competencias profesionales, experiencia política o la simple integridad personal en los nombramientos, como criterios “tecnocráticos”, “neoliberales” o “caviares”.
Esto ha conducido, inevitablemente, a la proliferación de denuncias de corrupción o a la pura e insostenible incompetencia en la toma de decisiones. Con la caída del Consejo de Ministros presidido por Mirtha Vásquez y el fallido liderado por Héctor Valer, el presidente ha dilapidado su credibilidad personal y, cada vez más, es percibido como la fuente de la inestabilidad que sufre el país. Frente a esto, se están discutiendo todo tipo de propuestas de salida.
Considero que cualquier salida debe ser, necesariamente, una institucional y constitucional. Nuestro régimen político establece períodos de gobierno de cinco años. El presidente goza de inmunidad mientras ejerce el cargo y las excepciones a ella son muy puntuales, establecidas en el artículo 117. Cuando un presidente es extremadamente débil, la solución es contar con un presidente del Consejo de Ministros fuerte, un equipo ministerial amplio en términos políticos y con un programa que lo legitime frente a la ciudadanía. Salir del entrampamiento en el que estamos implica discutir menos sobre cuotas y representación de grupos y poner por delante una agenda de reformas y cambios concretos, encarnadas en personas capaces de sacarlas adelante.
La renuncia del presidente y la toma de mando del vicepresidente es un mecanismo constitucional pensado para casos verdaderamente excepcionales, fundados en situaciones que deben ir mucho más allá de la antipatía o el rechazo coyuntural que genera la gestión de un presidente. Por ejemplo, la renuncia de Alberto Fujimori en noviembre del 2000, después de anunciar en setiembre el adelanto de elecciones generales, después de la visualización de los “vladivideos” y después de las irregulares elecciones del mismo año, fruto, además, de una inconstitucional postulación a una segunda reelección.
Con la renuncia del mandatario, es la vicepresidenta Dina Boluarte la que debería completar el periodo presidencial. Los vicepresidentes no tienen por qué ser necesariamente presidentes en ejercicio débiles, como lo atestigua buena parte de la gestión de Martín Vizcarra; por supuesto, tampoco son invulnerables, como demuestra el final de este.
Si las circunstancias se agravaran al punto extremo de que cayeran el presidente y la vicepresidenta, el Congreso tendría que convocar a elecciones generales; el régimen presidencial peruano establece mandatos de gobierno de cinco años concurrentes con el Congreso para favorecer que el presidente cuente con una representación parlamentaria que le permita gobernar. La única excepción es la disolución del Congreso, en la que el presidente ve rechazada o respaldada su actuación con una nueva conformación parlamentaria. Plantear que esas elecciones puedan ser solo presidenciales establecería una suerte de cambio en el régimen político, en el que el Parlamento se arroga la capacidad de vetar a un gobierno elegido por el pueblo con un mandato de duración definido.
Ahora, las nuevas elecciones generales, se realicen en el 2026 o antes, requieren profundizar y completar una reforma política, para evitar tener alguna variación de lo que hemos padecido desde el 2016. El Gobierno está muy mal, pero también la oposición. Urge mejorar la oferta política. Un compromiso político para tener partidos con padrones transparentes, con elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, en las que partidos sin un respaldo mínimo queden fuera de carrera y en el que los candidatos al Parlamento sean elegidos por toda la ciudadanía. Esto reduciría el margen de acción de grupos de interés enquistados en partidos cascarón. Deberíamos asegurar la vigencia de esta y otras reformas para reducir el riesgo de otro Gobierno y otro Congreso decepcionante en las próximas elecciones.