No caben dudas de que Daniel Urresti es el más reciente fenómeno político del Perú pre-OCDE. A su salida de la cartera de Interior, la mitad de peruanos aprobaba su gestión y la otra mitad lo rechazaba. Fue el ministro más popular después de la caída del fujimorismo, si no me equivoco. Para algunos, su capital político lo habilita como presidenciable. Para otros, su respaldo decaerá fuera del alcance de las cámaras. Quienes viven en su burbuja GCU no se explican tal popularidad; mientras los amantes del análisis fácil e irreflexivo argumentan estigmatizadoramente: “Al pueblo le gustan los cachacos”. ¿Pero, por qué todos hablamos de Urresti?
La política peruana –ya lo decía el colega Julio Carrión en los noventa– no puede analizarse exclusivamente desde un eje horizontal izquierda-derecha, sino entrecruzándolo con otro vertical, divisorio de la política en “pro” y “anti” establishment. Urresti, como otros políticos peruanos –Fujimori en los noventa, Humala como candidato y hasta cierto punto presidente–, se mueve en los “bajos mundos” de la crítica al “sistema”. Pues el desprestigio endémico de nuestra política genera incentivos para quienes practican una diatriba afanosa; aunque habitualmente perpetúan el mismo “sistema”.
Dado que el sistema de partidos peruano colapsó, es factible criticar el establishment incluso perteneciendo al poder. El discurso, uno de los principales recursos del político, es capaz de construir comunidades imaginadas que oponen mundos polares (como “los de arriba” versus “los de abajo”). Así, Fujimori vituperaba contra la “partidocracia” y Humala no desaprovecha oportunidad alguna para lanzar pullas a “los políticos tradicionales” o pelearse con “la concentración”. Este es un accionar prototípico de outsiders anti-establishment.
La tradición antisistémica es añeja en la política peruana. De hecho, el Apra fue el primer partido anti-establishment del Perú, de ahí su arraigo identitario. Sin embargo, en los tiempos actuales de exacerbación del personalismo, ser antisistema es intuitivo y azaroso, a la vez que requiere elementos de impacto mediático. Como tales, representar estereotipos sociales fuertes (ser militar o de origen japonés), simbolizar un “peruano como tú” (incluso con su lenguaje coloquial), forjarse un prestigio de difícil detracción (“ser trabajador”, “he recorrido el Perú”, “duermo cuatro horas”) y construirse un enemigo –con suficientes antipatías entre el electorado– para consagrarse como “el mal menor”. El rival erigido encasilla frecuentemente a la élite tradicional, los “dueños del Perú”, “los que nunca pierden”.
Urresti perpetúa esta práctica. Capitaliza los réditos que producen los “antis” políticos (antiaprismo y antifujimorismo) y periodísticos (rencor hacia el Grupo El Comercio), particularmente en el mundo popular (anti-establishment). Contrastando así con sectores que comparten tales animadversiones, cuyo liberalismo y sofisticación los aglutina –empero– a favor del “sistema”. Efectivamente, a la etiquetación de “dioses del periodismo” –lanzada por el ex ministro e interpretada como “ataque a la libertad de prensa” por sectores “republicanos”–, subyace una connotación clasista. ¿Qué mejor debut para un anti-establishment que aparecer como un David enfrentado al Goliat-sistema que detenta el poder político, económico y mediático? Small is beautiful. En medio de la desafección ciudadana por la política, la vieja receta gana popularidad en una sociedad desigual y carente de alternativas procedentes. La fórmula antisistema no engendra, necesariamente, un estadista. Si no, mire nomás a Palacio.