Desperté al fútbol una tarde fría como seguro será esta, el 8 de julio del año 82. No era domingo, era día de colegio, y allí estábamos, barra brava de primero de secundaria del Santa Úrsula, con el uniforme como para el tiempo: gris rata, legado de tantas decisiones infelices de Velasco. España era la sede y Plácido Domingo, otro. Delgado, guapo, cantaba la canción del Mundial. Nadie le pedía que moviera las caderas frente a todo un estadio. Felizmente.
Era la primera vez que paralizábamos toda actividad en el colegio y no necesariamente para hincarnos y rezar: Alemania iría con todo contra Francia en la semifinal. Frente a un Zenith en blanco y negro que solo la Madre Gertrudis tenía la bendición de tocar, nos agolpábamos las chiquillas y las monjas, Herr Remmler y el jardinero, Frau Schupp, la Panizo, y hasta la leyenda negra de los pasillos, la directora de conducta, PIP y Gestapo en una sola mujer, cruzaba los dedos, absolutamente achicopalada sobre una pequeña silla, absorta, ansiosa, metida dentro de la cancha.
Littbarski anota un gol. La madre Sholastika besa su rosario. Las otras madres se levantan de sus sillas, abren los brazos y miran transidas al cielo. Agradecen, en alemán, en latín, en arameo, al Señor. Nosotras aprovechamos para saltar, gritar, hacer llover chizitos, subvertir el orden, en fin, meter todo ese chongo que el fútbol exacerba.
Después de un tanto, Platini nos agua la fiesta. Gol de Francia. Reparamos en él. Nos damos cuenta de lo cortito de sus shorts y lo perfectas de sus piernas. De repente, advertimos que son muchas las piernas que se desplazan sobre el grass. Somos niñas, y ya no tanto. Ellos corren, ellos se avientan, ellos se caen y se levantan, ellos se lucen, en equipo y solos. Es un mundo de hombres el fútbol, pero también uno de mujeres, dentro y fuera del campo, porque allí estamos, en un colegio religioso, alemán, limeñísimo, nosotras, peruanas, rodeadas de madres ursulinas, como si estuviéramos en las butacas de aquel estadio de Sevilla, emocionándonos, adoptando, por noventa y esa vez más de cien minutos, nacionalidades distintas, queriendo ser parte de la emoción de una guerra que se libra en medio de la paz.
El partido fue épico, peliagudo, larguísimo. Agónico. A viva voz gritábamos Ven a mí, Platini, quizás para incomodar a las monjas que ni se inmutaban. Platini confesó luego que ese fue su juego más hermoso, que lo que sucedió esa noche encapsula todos los sentimientos de la vida misma, que ninguna película podría recuperar tantas contradicciones y emociones.
Duró, duró, duró lo que ningún partido ha durado jamás, duró hasta los penales y siguió durando porque los galos son tercos. Fue esa mi iniciación en el fútbol de la vida; allí supe por qué millones de personas, dólares, productos, opiniones y discursos se mueven cuando esa pelota rueda. Allí aprendí a mirar a los hombres a la vez que al mundo. A entender qué es en esencia un equipo, qué una estrategia, qué la comunicación más allá de las palabras. Supe por qué había que soltar la pelota para avanzar mejor, cuál era el verdadero significado de ir juntos hacia delante, por qué a veces para avanzar había que retroceder. Entendí por qué cuando gritamos gol se nos rompe la voz en ese grito.“El partido fue épico, peliagudo, larguísimo. Agónico. A viva voz gritábamos Ven a mí, Platini, quizás para incomodar a las monjas que ni se inmutaban. Platini confesó luego que ese fue su juego más hermoso...”.