- Lee aquí el Editorial de hoy martes 6 de febrero: “Invitado de horror”
En los últimos años se habla mucho de la creciente judicialización de la política latinoamericana (y mundial), un tema que también hemos abordado en esta columna. En general, asumimos que se trata de un fenómeno negativo, en tanto consideramos que las disputas políticas se deben dirimir en el terreno de la política, sin desplazarlas a ámbitos judiciales. Las cosas, por supuesto, siempre son más complicadas. Algunas veces, la no judicialización es consecuencia de ciertos pactos que aseguran la impunidad ante la comisión de delitos o malas prácticas, del control de los políticos sobre el sistema de justicia. En unas ocasiones, la judicialización es positiva, pues resulta una expresión de cierta iniciativa de instituciones que defienden sus fueros frente a abusos del poder o de un nivel de autonomía que permite la persecución de delitos de corrupción. En otras, ciertamente la política se judicializa porque se intenta dirimir indebidamente en espacios judiciales lo que debería en efecto ser parte del debate, la deliberación y la decisión política. Las fronteras entre unos y otros casos no siempre son fáciles de delimitar.
Convengamos en que, en algunos casos, se justifica la judicialización de asuntos políticos, cuando se trata de problemas de corrupción o cuando se trata de infracciones constitucionales graves. Ámbitos judiciales autónomos, profesionales, que movilizan actores nacionales e internacionales pueden ayudar a poner límites a prácticas corruptas o autoritarias. Un ejemplo de esto sería el trabajo de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), que funcionó entre el 2006 y el 2019 en ese país, que apoyó el trabajo del Ministerio Público y que permitió el juicio y encarcelamiento del expresidente Otto Pérez Molina, por ejemplo. Otro ejemplo podría ser el de la Corte Constitucional en Colombia, que impidió en el 2010 una segunda reelección inconstitucional de Álvaro Uribe. Colombia evitó así deslizarse por pendientes autoritarias como otros países en los que los liderazgos autoritarios sí lograron imponer terceras postulaciones contra viento y marea, como Alberto Fujimori en el Perú, Evo Morales en Bolivia o Hugo Chávez en Venezuela.
Al mismo tiempo, la judicialización de la política, el uso de herramientas judiciales para intentar ganar por vías legales lo que no es posible ganar en la disputa política para cubrir de manto de legalidad maniobras antidemocráticas, sigue siendo una práctica en nuestros países. Recientemente, el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela ha confirmado la inhabilitación de la candidatura presidencial de María Corina Machado, decretada por la Contraloría General, sobre bases claramente políticas, llevando a la práctica el anuncio del presidente Nicolás Maduro, de que “con la movilización cívico militar, vamos a ganar, por las buenas o por las malas”.
Pero también hay casos que son más ambiguos y difíciles de evaluar. En el caso de Evo Morales, esta columna considera que este lideró claramente un gobierno autoritario cuando menos desde que forzó una tercera reelección para las elecciones del 2019, logrando que el Tribunal Constitucional pasara por encima de la decisión del referéndum de febrero del 2016, mediante una resolución según la que poner límites a la reelección “viola sus derechos humanos”. Su candidatura del 2016 fue claramente inconstitucional y recientemente el Tribunal Constitucional ha corregido ese fallo. El problema es que, además, ha establecido que serían inconstitucionales postulaciones “discontinuas”, mediando un período gubernamental, y sobre esta base está inhabilitando la candidatura de Morales para las elecciones del 2025, lo que está generando una ola de protestas y movilizaciones en Bolivia. En este caso, la constante parece ser la manipulación de las reglas de juego electorales y del orden constitucional a favor del poder de turno, en un momento a favor y ahora en contra de Morales, pero con gran arbitrariedad en ambos casos. Sin un orden constitucional y legal claro y actores dispuestos a respetarlos, seguiremos con democracias frágiles o de fachada.