En la sociedad peruana predomina la desafección política, esa indiferencia estructural hacia el Estado y sus representantes. Ello no significa ausencia de estallidos sociales (grandes o pequeños), de colectivos de personas que toman las calles como expresión de sus demandas o defensa de sus valores. En estos tiempos de anemia cívica y pérdida de legitimidad del gobierno de Kuczynski, somos testigos de una concatenación de protestas: agricultores, familias indignadas por la violencia cotidiana, colectivos que rechazan el indulto a Fujimori o la visita de Maduro. Dicha variedad merece una tipología.
Las marchas son movilizaciones promovidas por organizaciones sociales permanentes. Por un lado, están las que tienen un pliego de reclamos normalmente dirigido al Gobierno Central. El paro agrario y el bloqueo de carreteras de los agricultores de papa es un ejemplo. En una economía informal, uno de los sectores más informales es precisamente el agrícola, lo que hace difícil constituir asociaciones que articulen a todos los involucrados. Por eso los acuerdos que funcionan con unos se caen con otros, a pesar de pertenecer al mismo “gremio”. Las marchas también pueden ser articuladas en torno a valores, como los “provida” que articulan sectores cristianos. No portan demandas como tales, pero sí referencias a un bien común. La mayor muestra de su nivel organizativo es su rutinización anual. A estas alturas, ya es una celebración.
Las “contramarchas” son reacciones inmediatas de indignación y, como tal, no parten de una organización existente. #JimenaRenace es la más clara muestra de cómo la rabia por una muerte injusta puede despertar la solidaridad colectiva y el escalamiento del tema en la agenda nacional. Su objetivo va más allá de lo que puedan hacer las autoridades. Es sobre todo un golpe a la conciencia colectiva; su fuerza se basa en la espontaneidad. Fluye a través del más elemental capital social –las mujeres de San Juan de Lurigancho tienen una tradición de organización social–, pero no busca perdurar. Si pretenden hacerlas perdurar, perderán el impacto moral. Su burocratización –como las “zonas” de la ‘ley pulpín’– los devalúa.
Las “antimarchas” son acciones colectivas contenciosas fundadas en una identidad negativa, lo que permite sostenerse en el tiempo, aunque de manera episódica. Las cinco marchas en contra del indulto a Fujimori y la movilización que asoma ante la visita de Maduro a Lima son ejemplos de estas demostraciones basadas en activistas unidos ideológicamente. Pueden tener exigencias concretas y puntuales (la revocatoria del indulto o impedir el arribo del presidente venezolano), pero sus horizontes son más largos porque los une una causa (el antifujimorismo o el antichavismo).
Entre estas diferentes manifestaciones callejeras no hay conexiones, lo que impide la politización en contra del Gobierno. No tumbarán a Kuczynski, mucho menos brotará una revolución. Con una desafección tan profunda, la protesta se atomiza, al punto de degradarse a desobediencia sistemática, lo cual es insuficiente para tentar los cambios que se reclaman.
* En la actualidad, el autor no realiza ninguna consultoría a partido político, empresa privada o institución estatal en el Perú.