El Perú vive por estos días una aparente paradoja. Mientras el país está sumido en una profunda crisis institucional y un desencanto generalizado a raíz del destape de la corrupción en las esferas más altas del poder, tenemos un presidente al que le va muy bien. El 65% de los peruanos, según la última encuesta de El Comercio-Ipsos, aprueba la gestión de Martín Vizcarra. El único mandatario que, desde el 2001, no ganó la presidencia en las urnas es el más popular de todos los inquilinos de la casa de Pizarro desde Valentín Paniagua. ¿Cómo se explica esta discrepancia entre la coyuntura nacional y la percepción ciudadana del presidente? ¿Qué nos dice esto acerca del país que habitamos y de lo que se viene hasta el 2021? ¿Qué hará el presidente con el capital político ganado?Los primeros meses en Palacio no fueron los mejores para Vizcarra. Según El Comercio-Ipsos, entre abril y julio su popularidad cayó 22 puntos porcentuales, de 57% a 35%. Pero cuando parecía que su presidencia sería recordada como PPK 2.0, el receso de 28 de julio se convirtió en la ocasión perfecta para dar un mensaje de defensa de las instituciones. Su mensaje a la nación, y el paquete de reformas constitucionales que lo siguió, cambiaron el relato de su presidencia. Vizcarra no se dejaría aplastar por la mayoría legislativa y usaría su paso por el poder para limpiar la casa y promover cambios institucionales profundos.
La necesidad de creer en alguien en medio de un ciclo de noticias que no paraba de revelar nuevos audios de corrupción catapultó al presidente. El deterioro de la situación legal de Keiko Fujimori y su círculo más cercano, así como la de Alan García, se ha traducido en algunos puntos adicionales de popularidad para Vizcarra, quien va camino a una victoria rotunda en el referéndum del 9 de diciembre.Sin embargo, no está del todo claro hasta dónde quiere llegar el presidente. Los cambios constitucionales que ha planteado para mejorar la probidad de los jueces, erradicar el dinero turbio en las campañas y renovar la clase política son, en el mejor de los casos, reformas parciales. La reforma del Consejo Nacional de la Magistratura es claramente un avance y merece ser refrendada el 9 de diciembre, pero constituye solo una pequeña parte de la titánica tarea pendiente para transformar el sistema de justicia. Lo mismo puede decirse de la reforma sobre el financiamiento partidario. La no reelección de congresistas, por otro lado, es un error garrafal dada la baja tasa de congresistas que, de por sí, son reelegidos. El bicameralismo, que inicialmente fue apoyado por el presidente, tampoco ataca los problemas medulares de nuestro disfuncional sistema político, como lo he afirmado en una columna anterior (“El Senado, los ‘notables’ y la calidad de las leyes”).
En algún momento, Vizcarra deberá preguntarse qué quiere hacer realmente con su presidencia. Si la lucha contra la corrupción y la regeneración nacional serán las grandes causas de su gobierno, entonces no está claro que quedarse a medio camino, con reformas tímidas, sea lo que más le convenga al presidente. Hacer eco de la ira popular frente a dos décadas de corrupción que alcanza a casi toda la primera línea de la política nacional ayuda a construir la popularidad de hoy, pero sin reformas de más calado será difícil mantener el perfil del político moralizador e institucionalista de cara al futuro. No hay razón para pensar que Vizcarra no quiere una carrera política después del 2021. La pregunta, entonces, es qué tiene que hacer para tenerla. El presidente, en resumen, caería en una trampa si piensa que va a llegar mejor al final de su mandato solo con un discurso anticorrupción y algunas reformas incompletas. Quizá por su debilidad crónica parece estar extendida entre nuestros políticos la idea de que es mejor no hacer mucho ruido, a ver si nadie se da cuenta de que están ahí. Pero es justamente porque los problemas en este país surgen de los lugares y en los momentos menos pensados que es mejor hacer algo con el capital político ganado mientras se lo tiene. Si la popularidad de un día puede convertirse en pocas semanas en nostalgia del pasado, más vale hacer algo que valga la pena mientras se pueda.