La frase fue famosa en España: “Contra Franco vivíamos mejor”. La escuché y leí mil veces durante la transición española hacia la democracia. Me imagino que Raúl Castro debe haberla adaptado a la circunstancia cubana en medio de una mezcla de enojo y melancolía.
Son las consecuencias inesperadas de las victorias. El presidente Obama, en efecto, capituló, como deseaba La Habana. Se acogió, sin exigir contrapartidas, a la política del abrazo (‘engagement’) y renunció a las medidas de “contención” (‘containment’) hacia Cuba, típicas de la Guerra Fría.
Se comprometió, además, a restaurar totalmente las relaciones, pese a una alta probabilidad de que el Senado no apruebe la designación de ningún embajador. También a tramitar el fin del embargo ante un Congreso republicano que probablemente ni siquiera acepte discutir la medida, como ya anunció el ‘speaker’ John Boehner.
El equívoco está fundado en lo que en inglés llaman ‘wishful thinking’ o juicio basado en ilusiones. El sorpresivo anuncio de Obama y Raúl Castro era el inicio de un largo y complejo proceso de deshielo, pero casi todos los factores afectados dieron por hecho que la reconciliación ya se había producido y, en consecuencia, la transición hacia la democracia había comenzado. La percepción ha sido de final de partida, no de comienzo.
Puro ‘serendipity’. Los curas en La Habana, literalmente, echaron a volar las campanas de los templos anunciando la buena nueva, como hacían en tiempos de la Colonia cuando se retiraban los piratas.
Miles de cubanos desempolvaron banderitas norteamericanas y algunos se abrazaban en las calles llenos de felicidad. Para ellos, mágicamente, la miseria llegaba a su fin. La prosperidad estaba a la vuelta de la esquina.
Las cabezas más representativas de la oposición democrática, esperanzadas, se reunieron en la casa de Yoani Sánchez y, muy civilizadamente, fueron capaces de ponerse de acuerdo para demandar espacios para esa magullada sociedad civil que el país va pariendo al margen del corset totalitario impuesto por el Partido Comunista.Las Damas de Blanco, flores en mano, como suelen hacer, recorrieron algunas calles cercanas a la parroquia donde se congregan pidiendo libertad. Esta vez no las aporrearon. Hubiera sido una flagrante contradicción con el espíritu de apertura subrepticiamente instalado en el país.
Los representantes ante la OEA de los países latinoamericanos, reunidos en Washington, le dieron la bienvenida a la nueva etapa, pese a las objeciones de Bolivia, Venezuela y Nicaragua, secretamente impulsados por Cuba, que deseaban incluir una mención del embargo, moción rechazada por el resto de los países. Canadá, a cambio, se abstuvo de mencionar el tema de los derechos humanos, que hubiera sido como mentar la soga en la casa del ahorcado.
Raúl Castro, muy preocupado, despachó a su hija Mariela al extranjero, embajadora oficiosa del régimen, a explicar que el comunismo era el destino permanente de los cubanos, y que nadie debía confundir el cambio de Washington con la postura inflexible de La Habana. En la Cuba de Mariela Castro se podía cambiar de sexo, pero no de sistema. Ese –el sistema– ya había sido elegido por los cubanos hasta el fin de los tiempos.
El mismo Raúl Castro, como si fuera un mantra, lo repitió en la Asamblea Nacional del Poder Popular, un coro afinado de sicofantes que hace las veces de Parlamento. Reiteró que no había más Dios que el colectivismo ni más profeta que Fidel Castro, y así sería para siempre. Todos lo aplaudieron disciplinadamente, incluidos los cinco espías liberados.
Menos Fidel Castro. No estaba ni en esa ni en las otras ceremonias de bienvenida. Probablemente, se encontraba demasiado enfermo para participar del jolgorio. El rumor es que sufrió otro derrame cerebral, pero con un gobierno tan indiferente a la realidad, y tan enfrentado a la verdad, nunca se sabe.
¿Por qué tantas muestras de adhesión incondicional a la vieja dictadura, próxima a iniciar su aniversario 57? Precisamente, porque Raúl no ignora el peso de las autoprofecías que, a fuerza de repetición, acaban por cumplirse.
Especialmente en un país en el que casi nadie cree en los presupuestos teóricos del sistema. Todos saben que el marxismo-leninismo fracasó rotundamente y la nación se está cayendo a pedazos. Nadie desconoce que las reformas de Raúl, los cacareados “lineamientos”, ni han dado ni darán resultados.
A estas alturas, la mayor parte de los cubanos, como los soviéticos en la etapa final de Mijaíl Gorbachov, están convencidos de que el sistema no es reformable y hay que reemplazarlo.
En ese desesperado punto de la historia. Obama toca la trompeta y todos piensan que es una señal de los cielos y que ha llegado la hora. Menos Raúl, Mariela y el resto de la sagrada familia, que salen a desmentirlo, pero nadie los cree. La percepción es más poderosa.