La expresión máxima de trabajo conjunto y periódico entre el Ejecutivo y el Legislativo es la discusión y aprobación del presupuesto público de cada año. Este proceso es quizá el más importante de cuantos llevan a cabo regularmente ambos poderes. Desde el lado práctico, sirve para financiar todas las actividades del aparato estatal; desde el lado institucional, es la representación más clara del balance de poderes en democracia.
Pero cuando las instituciones trabajan de forma disfuncional, el resultado no puede ser diferente. El presupuesto público –que cada año debe ser planteado por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y luego aprobado por el Congreso con las modificaciones que este último considere adecuadas– no ha tenido la solidez esperada.
El pecado original estaba en el planteamiento de su tope. El MEF dispuso un presupuesto público para el 2024 de S/240.806 millones, lo que representa un aumento de 12,1% con respecto al de este año. Con una economía creciendo cerca de cero durante el 2023 y con un MEF jugando al límite de la regla fiscal, el monto es demasiado generoso. Lo peor es que buena parte del incremento se da para financiar gasto corriente y más remuneraciones a trabajadores públicos sin una correspondencia en exigencias o resultados. En los últimos 10 años, vale recordar, el gasto en personal del Estado ya se ha duplicado. ¿Qué hemos recibido los contribuyentes con ese aumento de 100%?
Si la base para la elaboración del presupuesto es el Marco Macroeconómico Multianual –documento en el que el MEF expone los detalles de sus proyecciones–, entonces queda claro que el optimismo poco sustancioso que ha venido desplegando su titular, Alex Contreras, se extiende también al próximo año. Esta vez, sin embargo, las consecuencias de esperar un crecimiento que nunca llega no se traducirán solo en expectativas frustradas, sino en un déficit fiscal mayor al que el Perú se ha comprometido, lo que perjudica su credibilidad y posición macroeconómica.
Por su lado, el Congreso ha aprovechado la relativa debilidad del Ejecutivo para extraer lo más posible a su favor. La aprobación de la norma a horas de que se venciera el plazo esta semana quizá no ilustra tanto improvisación como, más bien, una decisión consciente de dar menos espacio a cambios o revisiones posteriores.
En sus modificaciones, por ejemplo, el Congreso redujo los ahorros que pedía el MEF y aumentó de forma desmedida su propio presupuesto (asunto que debe leerse con el antecedente del bono de casi S/10.000 que legisladores y trabajadores del Congreso se repartieron recientemente porque había “presupuesto de más”). La relación de obras públicas que demandan desde el Congreso para tal o cual municipalidad o gobierno regional –donde aparecen espacios obvios para la corrupción– también subió considerablemente. Así, si el Ejecutivo había pecado ya de pródigo, el Congreso no dejó de tomar ventaja de la mano abierta.
El resultado de este desmanejo es un presupuesto público que parece moverse en sentidos contrarios a los que requiere el país. En vez de mayor eficiencia en el gasto público, demandas por resultados, austeridad ante la crisis económica y protección de la fortaleza fiscal del Perú, se cae en gastos desproporcionados, sin ataduras reales a servicios públicos concretos y que ponen en riesgo el cumplimiento de las metas fiscales.
Si las instituciones funcionan mal, decíamos, los resultados que obtienen no pueden ser diferentes, y si alguien esperaba que el presupuesto público –por su preeminencia e importancia– sea la excepción, se equivocó largamente.