Un informe de este Diario y un reportaje del programa periodístico “Cuarto poder” han revelado este fin de semana un problema que afecta al fiscal supremo Tomás Gálvez, cuya imagen estaba ya mellada por su vinculación con el contenido de algunos de los audios que han desnudado en el último mes las miserias del sistema de justicia del país.En rigor, la denuncia no es nueva, pero la convulsión desatada por los ya mencionados cuestionamientos la ha vuelto a sacar a flote y recobrar vigencia. Lo peor, además, es que la manera insatisfactoria en que el asunto fue resuelto en su momento ya no solo siembra dudas sobre el proceder de Gálvez, sino que las irradia sobre otros integrantes de la actual Junta de Fiscales Supremos.El caso se remonta a noviembre del 2015, cuando Gálvez se desempeñaba como director del Centro de Asuntos Interculturales, Comunidades y Rondas Campesinas del Ministerio Público y su ex asistente Ginger Salguero Alcalá lo denunció –primero ante Pablo Sánchez, que era entonces fiscal de la Nación, y luego ante Pedro Chávarry, que a la sazón tenía a su cargo la jefatura de Control Interno de la Fiscalía– por presuntamente haberse apropiado de S/23.469 de esa institución, valiéndose de boletas de consumo falsas.
Pues bien, ocurre que, en la investigación que se le siguió por esta razón, Gálvez presentó algunas declaraciones juradas que, según un informe grafotécnico del perito judicial Alberto Castro Alata (realizado este año), “presentan características de ser falsas”.Se trata, concretamente, de las declaraciones juradas de Juan Marino Abanto Díaz y Lucy Karina Chuquimango Jabo, propietarios de dos de los restaurantes que emitieron algunas de las cuestionadas boletas de consumo y cuyas firmas, de acuerdo con el perito, “no corresponden al puño gráfico” de cada uno de ellos.El peritaje de parte, vale precisar, se hizo por encargo de Henri León Poma, ex abogado de Salguero, quien afirma que esto probaría que Gálvez habría cometido “los delitos de falsedad pública en la modalidad de falsedad documental y uso de documentos privados falsos”. Pero el 4 de julio del 2016, el fiscal Pedro Chávarry declaró infundada la denuncia con el argumento de que no tenía “sustento fáctico ni legal”. Y confrontado con el peritaje ha respondido, a través de la gerencia de Imagen del Ministerio Público, que su decisión de archivar la investigación “se remitió a documentos oficiales y al informe de contabilidad de su institución”.Su decisión, por añadidura, tenía que ser confirmada por el fiscal de la Nación (que, como indicamos antes, era en ese momento Pablo Sánchez) y lo fue. Con lo cual, el problema expuesto acaba tocando a tres de los cinco miembros de la más alta instancia del Ministerio Público. Cierto es que con distinta intensidad (no es lo mismo presentar documentos eventualmente falsos que podrían cubrir una apropiación de dineros públicos, que no ser diligentes con la investigación del caso), pero ahondando de cualquier forma la crisis de credibilidad que afecta a la institución llamada a perseguir la comisión de delitos, y no a hacerse sospechosa de estar penetrada por ellos.
Si a esto agregamos la denuncia de los robos de 67 computadoras, valorizadas en cerca de US$100 mil, ocurridos en la sede de la fiscalía entre el 2013 y el 2015 pero solo divulgados ahora por el dominical “Panorama”, nos encontramos ante un horizonte auténticamente desolador.La sensación que produce este constante develamiento de casos que ponen en entredicho la probidad y la palabra de los representantes del Ministerio Público es la de caer en un pozo sin fondo, en el que no se puede distinguir en qué momento habrá de empezar la recomposición y la enmienda.Los pasos al costado pueden ser necesarios en más de un escenario, pero ciertamente no suficientes para lidiar, dentro del imprescindible marco institucional, con una crisis tan vasta.Toda idea sobre cómo llevar a cabo tan ardua tarea debe ser bienvenida.