El foco de la publicación anual de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) está siempre en la caída o crecimiento de la tasa de pobreza. No es para menos. No sería exagerado decir que buena parte del éxito de una sociedad se puede medir en la proporción de familias que pueden acceder a alimentos, vestimenta, vivienda y otros bienes materiales básicos. La pobreza priva a las personas de su libertad para ejercer una vida y ciudadanía plenas, y esta triste condición se ha expandido en el Perú en el último año. Según la Enaho del 2023, publicada esta semana luego de un bochornoso intento de suspensión de parte del gobierno, el 29% de las familias peruanas vive debajo del umbral de pobreza.
En paralelo, es el fortalecimiento de la clase media lo que brinda cada vez más dinamismo a las sociedades. A esta condición se le ha prestado históricamente mucha menos atención aquí, pero, por su tamaño y su rol como motor político, económico y cultural de las naciones modernas, tal negligencia es un error.
La ralentización de la economía, por supuesto, golpeó también a esta clase media. De acuerdo con un informe del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicado hoy en este Diario, aproximadamente 1,8 millones de peruanos habrían salido de la clase media –definida en el umbral del Banco Mundial como disponibilidad de ingresos per cápita de entre S/980 y S/5.700 mensuales– en el 2023. En el 2019, la clase media englobaba al 40% de la población, lo que la convertía en la primera minoría, seguida de la población vulnerable con una incidencia del 35%. El año pasado, la proporción de familias dentro del umbral de ingresos de clase media cayó siete puntos porcentuales para ubicarse en 33%, mientras que la tasa de vulnerabilidad llegaba al 38%. En otras palabras, a diferencia de antes de la pandemia y de las sucesivas crisis políticas, hoy el peruano más representativo ya no es un integrante de la clase media, sino uno en condición de vulnerabilidad, al que cualquier evento externo, como la pérdida de empleo o el deterioro de la salud, puede ubicarlo en la pobreza. Las cifras expresan un retroceso de 12 años.
Según la OCDE, “la presencia de una clase media próspera y fuerte posibilita economías y sociedades saludables. A través de su consumo, su inversión en educación, salud y vivienda, su apoyo a servicios públicos de calidad, su intolerancia a la corrupción, y su confianza en otros y en instituciones democráticas es la misma base del crecimiento inclusivo”. En los países miembros de este grupo, al que Perú aspira a pertenecer, la clase media incluye a la gran mayoría de la población.
El mismo informe del IPE anticipa que, si el país crece menos de 3% por año, por debajo del ritmo registrado durante el 2000-2019 (5%), podría tomar más de una década volver a los niveles de clase media de prepandemia.
Hoy, en medio de este clima difícil y donde el camino de salida al entrampamiento nacional no es claro, la tasa esperada de crecimiento de largo plazo para el Perú no supera el 3%.
Si algo debería demostrar esta historia es que el crecimiento económico sí es una condición absolutamente indispensable para mejorar la calidad de vida de la población, y que soslayar su relevancia –como hicieron muchos en años anteriores– puede resultar en proyectos de vida de millones de personas seriamente perjudicados o truncados al cabo de pocos años. Nada más esa actitud irresponsable debería, por lo menos, costarle la elección a cualquier candidato que romantice un país en el que el crecimiento económico no es un componente central de su estrategia de prosperidad. Más evidencia, a estas alturas, imposible.