La confirmación de la variante ómicron en el territorio nacional, la preocupante evolución de algunos indicadores de la pandemia en las últimas semanas y la situación en el mundo con varios países restituyendo algunas restricciones que parecían ya encarpetadas han motivado que lleguemos a fines de año con las alarmas encendidas.
Como uno de los países más golpeados por el virus, los peruanos sabemos que un disparo en los contagios puede arrinconar fácilmente a nuestro sistema sanitario. Y en ese sentido, las medidas que dispongan nuestras autoridades serán bien recibidas… siempre y cuando estén guiadas por la ciencia y no por el efectismo.
Dos días atrás, por ejemplo, el ministro de Salud, Hernando Cevallos, anunció en una conferencia de prensa que, como parte de las nuevas medidas dispuestas por el Gobierno para atender la emergencia sanitaria, “para los días 25 y 26 de diciembre y 1 y 2 de enero queda prohibida la venta y consumo de bebidas alcohólicas y venta de alimentos en las playas, ríos y piscinas públicas a nivel nacional”. Poco después, el Ministerio de Salud informó a través de un comunicado que la medida también alcanzaba a los “lagos”.
Ni hace falta explicar el contrasentido que resulta que, por orden del Gobierno, uno pueda ingerir alimentos y alcohol en lugares cerrados, pero no en ambientes abiertos y ventilados como las playas. ¿Cuál es el sustento científico que soporta tan específica medida? Pues, salvo que ahora resulta que uno se vuelve más susceptible a contraer el virus al comer un sanguchito o beber una cerveza cerca de una fuente de agua antes que dentro de un restaurante, ninguna.
¿Por qué entonces el Gobierno decretaría algo así? Pues porque, al igual que cuando quiere dar la impresión de combatir la inseguridad ciudadana expulsando a 41 extranjeros que no registran delito alguno en el país, ahora intenta transmitir la idea de que está haciendo algo para cuidarnos. Si este será el razonamiento detrás de las medidas gubernamentales, hay varias razones para preocuparse.