El primer semestre de este año culminó con una buena noticia para la economía nacional. A pesar del enfriamiento de junio, en la primera mitad del 2018 el crecimiento fue de 4,3%, la mejor lectura semestral desde finales del 2013. Además, se espera que este ritmo se sostenga hasta fin de año. La aceleración de la economía parece estar bien encaminada gracias en parte a un impulso de la inversión pública y privada.
Ello ha venido acompañado de avances en la creación del empleo formal. Según los datos de la Planilla Mensual de Pagos (Plame) de la Sunat, de enero a junio de este año el empleo formal a escala nacional aumentó en 3,4%, principalmente en el sector privado y en Lima, mejorando largamente los números del 2017.
Este avance, sin embargo, ha sido puesto en contexto la semana pasada tras conocerse que, si bien el empleo formal se ha incrementado, la informalidad laboral como porcentaje del total de trabajadores no ha cedido. De acuerdo con el INEI, en el primer semestre, esta creció 5,1% interanual y actualmente alcanza al 73% de la fuerza de trabajo, la tasa más alta desde mediados del 2015. Ello significa que existen 12,2 millones de peruanos aproximadamente que laboran en esta condición.
Desde estas páginas se ha comentado en incontables ocasiones acerca de la necesidad de hablar seriamente sobre la precariedad del empleo del trabajador peruano promedio y de las maneras de enfrentar este equilibrio de empleos informales y de baja productividad. En foros académicos y de debate de políticas públicas el asunto suele estar al tope de la agenda de discusión. En el día a día de las personas, en las conversaciones familiares o amicales, la situación laboral está entre los temas que más importan. Y, sin embargo, el nivel del debate entre los políticos y otros tomadores de decisiones sigue siendo sumamente limitado.
De un tiempo a esta parte, la reforma laboral se ha convertido en el cliché de las reformas que cualquier académico, empresario, trabajador o ciudadano sabe necesaria y urgente, pero cuya necesidad y urgencia no se traduce en la esfera política. Los tímidos intentos de reforma de los anteriores gobiernos –que acabaron con vergonzosos retrocesos– carecieron precisamente de una estrategia de política que comunique acertadamente sus costos y beneficios. La lamentable consecuencia para millones de trabajadores hoy es la conformación de una triste paradoja: grupos organizados que se supone representan a las grandes mayorías defienden los beneficios laborales de la minoría formal, beneficios onerosos que explican en parte, precisamente, que la mayoría permanezca en la informalidad.No hay, es cierto, una bala de plata que resuelva el problema. La tarea pasa por reformas tributarias y laborales que dejen de castigar el crecimiento empresarial, por fiscalización adecuada de normas razonables para la protección de los trabajadores, por simplificación en los sistemas de despido de trabajadores y, sobre todo, por un enfoque basado en la productividad laboral.
El crecimiento económico y de la inversión privada son también condiciones necesarias para generar empleo de calidad, pero sin reformas de fondo como las mencionadas es poco lo que se puede esperar. Incluso el fuerte crecimiento de los mejores años del ‘boom’ de los precios de los minerales fue insuficiente para reducir de manera significativa las tasas de informalidad. Así, ¿cuánto apetito político existe hoy para encarar seriamente el asunto? La respuesta sigue siendo el silencio.