A propósito de las políticas de combate a la delincuencia, decíamos ayer en estas páginas que la función más básica de cualquier Estado es garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Proveer estándares básicos de salud para su población –podría argumentarse– es una función inmediatamente siguiente en prioridad.
En este sentido se puede entender el anuncio durante la semana pasada del presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, respecto de la aprobación del aseguramiento universal de salud (AUS). Según remarcó Zeballos, en las próximas semanas se aprobaría un decreto de urgencia para afiliar a todos los peruanos al Seguro Integral de Salud (SIS). El objetivo es que la política se implemente durante el 2020 y funcione a plenitud en el 2021. A la fecha, son aproximadamente cuatro millones de peruanos los que carecen de algún tipo de seguro de salud, de acuerdo con cifras de Susalud, y el gobierno destinaría S/900 millones adicionales durante el 2020 para este fin. El anuncio del jefe del Gabinete construye, vale recordar, sobre la promesa que hizo el presidente Vizcarra en el mismo sentido durante su mensaje por Fiestas Patrias de este año.
El fin es sin duda loable. Una ciudadanía plena se nutre no solo de conceptos como democracia y libre expresión –fundamentales, pero esencialmente abstractos–, sino también de acceso efectivo a servicios básicos como salud, agua y educación.
El aseguramiento de salud, sin embargo, no puede ser solo de papel. Se necesita acceso efectivo. Desabastecimiento de medicinas, colas, denuncias de maltrato, equipamiento insuficiente y condiciones de atención lamentables plagan varios establecimientos de salud públicos. Cabe preguntarse en qué medida está el gobierno en condiciones de expandir la cobertura del SIS si a la fecha no ha podido cerrar las brechas más básicas de atención en los ya afiliados. Más aún, incrementar en más de 20% el número de afiliados pondría estrés adicional sobre los limitados recursos físicos y humanos de la institución. Una mayor partida presupuestal podría aliviar parte de la presión, pero en la medida en que muchas carencias son problemas de gestión y que, aun con dinero extra, el personal médico capacitado y centros de salud no se multiplican de un año a otro, las expectativas deberán ser más acotadas.
Así, llama también la atención el poco desarrollo técnico que ha tenido la idea propuesta por el presidente a pesar de haber sido planteada en julio pasado. La responsabilidad y sensatez hacían suponer que cualquier anuncio de proyecto de ley mencionado por el mandatario durante su mensaje de Fiestas Patrias habría estado ya estudiado, trabajado y listo para ser presentado al pleno del Congreso. Tres meses luego, no obstante, la titular del Ministerio de Economía y Finanzas, María Antonieta Alva, señaló en una entrevista para este Diario: “En el caso del SIS, estamos trabajando en la propuesta. Todavía no está cerrada como Ejecutivo”.
Como resulta obvio, el tema más apremiante cuando se habla de cobertura universal es la capacidad financiera del Estado para garantizarla sin comprometer la responsabilidad fiscal. La salud cuesta, y la salud de calidad más aún. Una potencial solución es mantener la gratuidad del SIS solo para la población pobre, y un sistema cofinanciado para la población no pobre. Hoy, a pesar de que hay 6,5 millones de peruanos en situación de pobreza, son más de 17 millones los afiliados gratuitos al SIS. El costo político de quitar la gratuidad para no pobres puede ser alto, pero las alternativas –desbalance fiscal o salud de baja calidad– no son mejores.
Con esta perspectiva, queda por preguntarse entonces si la motivación del presidente Vizcarra es un acceso real a mejor salud para todos los peruanos –en cuyo caso, dado que no se ha hecho, habría que analizar la iniciativa técnicamente primero, y quizá asumir algún costo político–, o más bien asociar su legado político a un derecho que queda, como otros, solo en el papel.