El periodismo, cuando se ejerce correctamente, mantiene una relación distante y a la vez tensa con el poder de turno. En cualquier democracia sana, la labor periodística sirve de desinfectante natural ante excesos e inconductas de quienes tienen las riendas económicas y políticas en un país. Por su lado, y aunque resulte incómodo en ocasiones, los gobernantes democráticos reconocen la importancia de este trabajo y lo defienden. Esas son las reglas del juego democrático.
México ha transitado el camino opuesto. En lo que va del año, se han registrado ya cinco asesinatos de periodistas en el país. Un caso especialmente doloroso fue el de Lourdes Maldonado, asesinada en la puerta de su casa en Tijuana. Ella había advertido públicamente –y ante el propio presidente, Andrés Manuel López Obrador– que temía por su vida en una conferencia hace tres años. El último en ser asesinado, Heber López Vásquez, reportero del estado de Oaxaca, fue acribillado en su vehículo hace diez días.
México se ha convertido en el país más peligroso para ejercer el periodismo en el mundo, según Reporteros sin Fronteras. En las últimas dos décadas, han matado a 150 periodistas en tierras mexicanas. El aumento de la violencia general en el país explica parte del problema (en México, matan al día en promedio a 100 personas), pero no es todo: una mezcla de corrupción e impunidad ha creado un clima especialmente nocivo para la libertad de prensa y la integridad de los propios comunicadores. La intimidación, además, propicia la autocensura de quienes piensan que su vida correría peligro al hacer su trabajo. Y una vez que eso sucede de forma sistemática, los corruptos, inescrupulosos y criminales ganaron la partida.
¿Qué respuesta han recibido los periodistas desde el gobierno de López Obrador, aquel que debiera protegerlos? Sorna, desprecio y más ataques. El presidente ha señalado que el “hampa del periodismo” hace propaganda en su contra y que “son muy pocos los periodistas que están cumpliendo con el noble oficio de informar”. En sus conferencias diarias, el mandatario dedica tiempo a desacreditar de cualquier modo posible a los periodistas críticos de su gestión. Recientemente, por ejemplo, el presidente ha enfilado sus agresiones contra el periodista Carlos Loret de Mola, quien difundió una investigación sobre la lujosa casa en EE.UU. donde vive uno de sus hijos.
La actitud matonesca de López Obrador envía un mensaje claro: acosar a los periodistas está permitido en México. El ataque a la prensa no empezó en su administración, pero ha escalado desde que asumió la presidencia. Y el sistema de justicia ratifica fuertemente el mensaje de López Obrador. Según la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión, entre el 95% y 99% de los autores intelectuales de asesinatos de periodistas han quedado impunes.
La ciudadanía mexicana, los periodistas locales y la comunidad internacional han reaccionado con protestas en diferentes espacios ante una situación insostenible. En un editorial publicado en estas páginas hace tres años, señalábamos que “ninguna democracia puede resistir tal cantidad de periodistas asesinados como lo viene haciendo México”. Hoy, esa demanda por protección a los periodistas y por justicia para los responsables de sus asesinatos debe sonar aún más fuerte y debe venir desde todos los frentes. Cuando el periodismo crítico, amenazado y magullado, languidece hasta desaparecer, la democracia hace lo propio. México merece más.