En estos días se cumplieron siete años desde que Rafael Correa llegó al poder. Según el presidente de Ecuador, en este tiempo su país “ha superado la desesperanza, ha recuperado la fe”. Vale la pena, sin embargo, analizar qué tantas razones tendrían los ecuatorianos para ser así de positivos sobre el futuro de su país luego de estos años.
Empecemos con cómo le ha ido a la democracia. En el 2012 el Poder Judicial fue intervenido por el gobierno mediante la creación de un “consejo de transición” integrado por miembros elegidos en la práctica, según Human Rights Watch, por el propio presidente de la República. Este consejo reemplazó al Consejo de la Judicatura, un órgano independiente encargado de seleccionar, destituir y ascender a los jueces. Correa, asimismo, maneja al Parlamento. Gracias a su reforma constitucional, tiene el derecho de archivar por un año cualquier proyecto de ley que no sea de su agrado. Además, puede disolver el Congreso si considera que este obstruye el plan nacional de desarrollo. Así, el Ejecutivo controla a sus anchas al Legislativo. Correa, además, ha usado la consabida técnica de varios autócratas para perpetuarse en el poder: como la Constitución se lo prohibía, la cambió. El Gobierno Ecuatoriano, por otro lado, también tuerce la ley para castigar a sus opositores. Según Human Rights Watch, en Ecuador se utilizan las leyes antiterrorismo para sancionar hasta con ocho años de cárcel a quienes marchan contra el gobierno, aunque sus protestas sean pacíficas. Asimismo, el año pasado el Ejecutivo emitió el controvertido Decreto 16, que permite intervenir y disolver las asociaciones civiles que realicen actividades que le sean incómodas. Correa, además, se ha preocupado por silenciar al periodismo. Según la Sociedad Interamericana de Prensa, su ley de medios sería “el revés más serio para la libertad de prensa y de expresión en la historia reciente de América Latina”. En lo que va de su gobierno, Correa ha cerrado unos 20 medios críticos de su gestión, creó un consejo censor de la prensa, promulgó una ley que impide que durante época electoral los diarios publiquen artículos de opinión “tendenciosos” y creó la ingeniosa figura legal del “linchamiento mediático”, que habilita al Estado a sancionar a quien critique a funcionarios públicos. Paralelamente, redistribuyó las frecuencias del espectro electromagnético para callar a los canales incómodos. Además, según “The Economist”, del 2007 al 2012 Correa forzó a todos los canales de televisión y radioemisoras a transmitir sus más de 1.300 mensajes publicitarios oficialistas. A esto hay que sumar que el presidente de Ecuador no ha vacilado en premiar a los medios cercanos a su “revolución” con publicidad estatal y en atacar a los opositores iniciándoles procedimientos administrativos, laborales y judiciales (siendo quizá el caso más emblemático la persecución a tres directivos y un periodista de “El Universo” por publicar una columna que ofendió al presidente). Su secretario de Comunicación justifica la actitud oficialista de persecución a la prensa de forma elocuente: “Un jardinero debe podar todos los días la mala hierba”. Finalmente, una vez que se les mira de cerca, ni siquiera los logros económicos del gobierno de Correa deberían ser tan celebrados. Es cierto que el país crece más que el promedio regional y que ha reducido la pobreza (aunque no tanto como ha sucedido en el Perú gracias a nuestro modelo más abierto). Pero esta aparente prosperidad no se ha generado de una manera sostenible, sino mediante la construcción de obras públicas y la entrega de subsidios asistencialistas que han sido posibles gracias a que, desde el 2006, los ingresos del gobierno se triplicaron por al alza del precio del petróleo. Una situación que hoy vuelve dependiente a buena parte de la población y que, cuando termine, podría dar paso a un descalabramiento de la economía, pues el aparato productivo privado ha sido carcomido todos estos años (de hecho, Ecuador es uno de los países que menos inversión extranjera recibe). Este es el saldo de la “revolución” Correa. “Esperanzador” difícilmente es el calificativo que mejor se le aplica.