Mantener un nivel constante de agua en la tina es complicado, cuando tanto el caño como el drenaje están abiertos. A menos que la entrada de agua y la salida estén perfectamente coordinadas, la cantidad de líquido irá variando dependiendo de cuál flujo tenga mayor potencia.
Algo así sucede con el precio del dólar en la economía. El valor de la divisa es el resultado de fuerzas que lo empujan hacia arriba y hacia abajo. La libre entrada y salida de dólares, su oferta y demanda, debe determinar el nivel de precio que este alcanza. Tratar de controlar el proceso –tapando torpemente el caño o el drenaje con los dedos– será finalmente inefectivo y terminará salpicando para mal al resto de la economía.
Argentina ha tomado nota de la lección. El jueves pasado, el nuevo gobierno anunció el fin del control cambiario que rige en dicha nación desde el 2011. “El control del dólar mató la oferta, pero no acabó con la demanda”, señaló el nuevo ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay. Es decir, como en otros casos similares, los esfuerzos del gobierno kirchnerista lograron solo distorsionar el valor real del dólar.
Así, la última cotización oficial del dólar llegaba a 9,8 pesos, mientras que en las calles de Buenos Aires este se transaba a 14 pesos. Esta diferencia (que no era la única, pues, de hecho, Argentina mantenía seis tipos de cambio distintos) explicaba enormes distorsiones en las decisiones de producción de la economía, restringía la libertad de los ciudadanos sobre cómo ahorrar e invertir sus recursos, y daba espacio para actos de corrupción.
Previsiblemente, la reciente medida para sincerar el precio del dólar ha tenido detractores. “No se trata del fin del cepo [control cambiario], sino de una brutal devaluación”, dijo al respecto Axel Kicillof, ministro de Hacienda durante el gobierno de Cristina Fernández. Es cierto que la liberalización del tipo de cambio traerá presiones inflacionarias en Argentina (según el banco inglés Barclays, esta podría pasar del 24% anual actual a 47%), pero aquellas son solo las consecuencias necesarias y temporales de remover los controles y permitir que el dólar alcance su nivel saludable en el largo plazo. Como con la cantidad de agua en la bañera, resulta insostenible e ineficaz controlar de manera absoluta el nivel mientras las presiones hacia arriba y hacia abajo permanezcan vigentes, y eso sucederá en cualquier economía abierta al mundo.
En el Perú tenemos conocimiento directo de este campo. La experiencia fallida del dólar MUC –y de su consecuencia directa, el llamado dólar Ocoña– en la década de 1980 demuestra qué tan inverosímil e improductivo es luchar contra las fuerzas de mercado –es decir, de las decisiones libres de las personas– desde un escritorio burocrático.
Hoy, el Perú enfrenta una fuerte devaluación del tipo de cambio como consecuencia principalmente del alza de la tasa de interés de la Reserva Federal de Estados Unidos, de la caída de las exportaciones y de la reducción del flujo de inversiones extranjeras en el país. La misión del Banco Central de Reserva (BCR) en este contexto no es alterar la tendencia a la depreciación del sol, sino dejar que este alcance su nivel correcto, pero evitando fluctuaciones muy bruscas del tipo de cambio.
No está de más recordar que si bien la cotización del sol ha caído en 13% en lo que va del año, en países como Colombia y Brasil las depreciaciones han alcanzado más de 25%. Algunos analistas internacionales apuntan a que las intervenciones del BCR para evitar que el sol se continúe depreciando –y que cuestan reservas internacionales– podrían estar cruzando la barrera que distingue, por un lado, su legítimo interés por minimizar la volatilidad del tipo de cambio y, por otro lado, la afectación innecesaria del valor real del dólar en el Perú.
Las tentaciones para manejar el nivel de la divisa estadounidense son muchas. Sin embargo, la experiencia enseña que, así como sucede con otros precios, dejar que la libertad de las personas para comprar y vender determine el tipo de cambio es la única manera de evitar ahogarse con una política insostenible que termina salpicando al resto de la economía.