En el último medio siglo de la historia económica nacional se pueden identificar, de modo grueso, dos períodos bastante marcados. El primero, que sigue al golpe de Estado de Juan Velasco en 1968, fue de avances nulos y retrocesos pronunciados en los ingresos de las familias. Esta etapa llegó a su cénit a finales de los años 80, con la hiperinflación y el colapso de la actividad productiva nacional. En ese entonces, el pesimismo sobre el futuro del país se había instalado en diversos círculos y no pocos veían al Perú como un futuro Estado fallido. Las perspectivas, sin embargo, empiezan a dar un giro en los años 90 y desde entonces –gracias a políticas económicas sensatas– el Perú experimentó la tasa de crecimiento del PBI promedio más alta de la región. La rápida caída de la pobreza y mejora generalizada de los estándares de vida dotaron de confianza a un país que estuvo –hacía no mucho– al borde del abismo.
Lo logrado en términos de visión de futuro, no obstante, podría perderse pronto conforme la situación política se hace más incierta y las expectativas se deterioran. De acuerdo con la última encuesta de El Comercio-Ipsos, el 56% de la población piensa que el Perú está retrocediendo. Apenas un 6% opina que, más bien, está progresando y un tercio de los encuestados menciona que está igual. La proporción de personas con una visión negativa de la evolución del país es la más alta en 30 años. Entre 1992 y el 2014, quienes opinaban que el Perú estaba retrocediendo nunca pasaron del 29% en el momento tope (2004), y llegaron a ser tan pocos como 4% en 1995.
La visión de los siguientes 12 meses tampoco es optimista. Un 39% opina que la situación del país estará peor o mucho peor en un año; solo 22% piensa lo opuesto. Eso se condice con las expectativas personales: apenas uno de cada cuatro peruanos piensa que su situación económica familiar estará mejor en diciembre del 2022; la proporción más baja desde que se lleva registro hace una década.
La pérdida de confianza de los peruanos en el futuro de su propio país y de sus familias es un asunto de absoluta seriedad. Compromete lo más hondo de las motivaciones personales del día a día y de la manera en que se encaran los retos y las adversidades por venir. Un país que no cree en su propio progreso es un país necesariamente condenado al estancamiento.
Sin duda los traumáticos episodios relacionados con la pandemia del COVID-19 contribuyeron con parte de estos resultados. Pero la incertidumbre política de los últimos meses ha sido un ingrediente clave para el pesimismo que se viene asentando. Un gobierno sin rumbo, cuyos pasos erráticos destruyen más de lo que construyen, no puede ser un agente de cambio positivo. La gente lo percibe.
Las consecuencias cercanas que este estado de ánimo nacional trae sobre la situación económica, social y política del país aún no se han desplegado del todo. Con una población que no ve soluciones viables a futuro sino solo retrocesos, el 2022 podría bien ser un año bastante más complicado de lo que hoy se anticipa en varios frentes.
El Perú tiene todo para volver a mirar el camino con optimismo. El país ha resurgido de problemas más graves que los que hoy lo cercan, y la resiliencia de su gente y de su economía ha quedado demostrada durante este año. Los cimientos para relanzar el crecimiento están ahí; lo que hace falta es rumbo y predictibilidad. A pesar de la coyuntura, la población y las instituciones tienen las herramientas para forjar su destino. Al fin y al cabo, lo peor que podría arrebatarle este gobierno a la gente es su propio sentido de futuro.