Tres días atrás, el presidente Vizcarra tomó una drástica decisión: disolver el Congreso a partir de la interpretación de que este le había ‘denegado fácticamente’ al Gabinete encabezado por Salvador del Solar la confianza que había solicitado esa misma mañana. Como hemos señalado aquí, se trata de una determinación alejada de la Constitución, pero mientras el asunto se define en el Tribunal Constitucional (TC), se ha establecido por la fuerza de los hechos un escenario en el que el mandatario sigue ejerciendo ese rol. Es decir, el de ser quien prescribe qué debe hacerse ante los múltiples vacíos legales que esta inédita situación ha puesto en evidencia. Una circunstancia que presenta no pocos riesgos que hace falta conjurar.
Veamos.
Para comenzar, la Carta Magna estipula que, tras la disolución del Congreso –y en el interregno que se extiende entre el cese del Parlamento saliente y la instalación de los nuevos legisladores–, el Ejecutivo es el encargado de legislar “mediante decretos de urgencia”, de los que notifica a la Comisión Permanente “para que los examine y los eleve al [nuevo] Congreso, una vez que este se instale”. No queda claro si el verbo ‘examine’ comprende nociones como las de ‘objetar’, ‘enmendar’ o algún otro similar que suponga el ejercicio del contrapeso entre poderes esencial a la democracia.
Si la labor de la Comisión Permanente termina siendo la de una especie de mesa de partes sin mayor poder para cuestionar lo que decrete el Ejecutivo, estamos obviamente ante un escenario preocupante, como advirtió hace casi dos décadas el extinto constitucionalista Enrique Bernales cuando escribió: “El presidente de la República puede gobernar por cuatro meses sin Congreso, lo cual es un exceso, pues la Constitución estaría autorizando una concentración de poderes en el presidente”.
Un ejemplo ilustrativo es lo que pasará con la Ley de Presupuesto del 2020, que el Ejecutivo presentó al Congreso en agosto pasado y que debe ser aprobada a más tardar el 30 de noviembre (como es obvio, independientemente de las pugnas políticas, el dinero no puede dejar de fluir hacia las regiones y los organismos del Estado). Habida cuenta de que la Comisión Permanente no está habilitada para intervenir en la propuesta del Ejecutivo, es evidente que esta se terminará publicando tal cual se presentó, y que también se abre un espacio para que el anexo 5 –donde se incluyen las obras directamente financiadas para el Estado– pueda ser utilizado para priorizar los proyectos del Gobierno en época de campaña.
Ahora bien, volviendo al planteamiento inicial, la asunción del papel de gran intérprete de la Constitución por parte del Ejecutivo –y considerando la inexistencia del contrapeso parlamentario– ya ha comenzado a manifestarse de varias maneras en una coyuntura que, como mencionamos, ha dado paso a algunos acontecimientos insólitos. ¿Quién dará luces, entonces, sobre la procedencia de dichos eventos todavía brumosos? Pues, al parecer, ni la ley ni el TC, sino el Gobierno.
Así, ¿quién dirime, por ejemplo, si la renuncia de la señora Mercedes Araoz a la vicepresidencia es factible? Pues el nombrado primer ministro Vicente Zeballos, para quien la señora Araoz “sigue siendo vicepresidenta” al haber renunciado al cargo ante “un Congreso [que] no existe” (una interpretación que, por lo demás, resulta conveniente para el Gobierno, pues es lógico que si ellos aceptan la renuncia de la vicepresidenta se abriría la puerta para que se le demande al presidente hacer lo propio). Vale anotar aquí que la Carta Magna establece qué cargos son irrenunciables (como el de congresista) y cuáles no, y la vicepresidencia no cae en el primer grupo.
¿Quién decreta, por otro lado, si el nombramiento del señor Gonzalo Ortiz de Zevallos como nuevo magistrado del TC –por demás cuestionable– es válido? Pues tampoco hace falta mayor discusión constitucional; basta con que “El Peruano” no oficialice la votación del Congreso para que esta no haya tenido lugar.
En esa línea, habría que exigirle al Ejecutivo ahora que empieza la campaña legislativa una promesa de que no infringirá la ley de neutralidad electoral y no usará el aparato estatal bajo su mando para hacer proselitismo en favor de los grupos políticos que pudieran darles a quienes tienen afinidad con él una mayoría congresal en enero.
En fin, en tanto se ha alterado el balance de poderes, cabría demandarle al Gobierno que se abstenga de seguir interpretando la Carta Magna a su beneficio, pues conforme continúe en ese camino la frontera entre cuándo algo es legal o cuándo es el resultado de su interpretación se tornará más difusa.