Cuando se analiza la crisis institucional que vive el país, se ha hecho lugar común decir que esta no data de las últimas semanas, sino que proviene desde, por lo menos, el 2017. Está visión, por supuesto, tiene un componente de veracidad, pero omite un punto importante. En años pasados, mal que bien, las crisis se manejaban por cauces institucionales. Las herramientas, mal utilizadas por lo general, estaban revestidas de alguna legalidad. Sin embargo, esta vez, a vista y paciencia del país, la violencia se ha posicionado como un mecanismo de presión sistemático.
Hay que ser claros. Ningún observador razonable podría concluir que la violencia ha sido el resultado de la acción de las fuerzas del orden. Cualquier exceso que pueda haber habido desde ese lado debe ser investigado y sancionado, pero sus intervenciones se dieron en el marco de ataques coordinados que buscaban causar daño y zozobra a la población. Más allá de las manifestaciones pacíficas –que son perfectamente legítimas–, el Perú ha vivido, y sigue viviendo, una ofensiva criminal planeada y ejecutada con fines políticos y económicos. Si al comienzo tal perspectiva estaba en discusión, hoy es prácticamente innegable.
La semana pasada, los aeropuertos de Arequipa, Cusco y Juliaca (Puno) sufrieron ataques de forma casi simultánea. Como destaca la Unidad de Investigación de El Comercio en su informe de hoy, en total han sido 18 intentos de toma de aeropuertos. Asimismo, otro informe del Diario remarca que desde que comenzaron las protestas han ocurrido 20 ataques a comisarías. Ello se suma a los 14 ataques a locales del Poder Judicial que dejaron como resultado más de 4.000 expedientes quemados, de acuerdo con un informe preliminar del Poder Judicial. En las últimas semanas, poco a poco han ido apareciendo operadores y financistas de las protestas con nexos con la minería ilegal, el terrorismo y mafias de distinto tipo. No debería quedar ya ninguna duda de que la violencia más extrema desatada en el marco de la protesta ha sido orquestada.
Hay quienes intentan pasar estos hechos por agua tibia o, peor aún, utilizarlos para sus propios fines. Tratan a la violencia reciente como un hecho natural –espontáneo– que sería un resultado casi inevitable como consecuencia de la vacancia de Pedro Castillo. La animadversión contra el Congreso, la afinidad ideológica o la pura conveniencia explican su posición. Esto es inaceptable. Ni la violencia ha sido orgánica ni se puede usar como motivo para perseguir fines políticos. Argumentar lo opuesto es ceguera voluntaria. En este saco han caído desde líderes de izquierda locales hasta presidentes latinoamericanos.
Si el país no es capaz de responder de manera firme a este chantaje, los tiempos que vienen solo pueden ser peores. La protesta pacífica es un derecho legítimo; la quema de infraestructura crítica y el ataque a la policía son acciones criminales. Y las acciones coordinadas con los servicios de inteligencia y la fiscalía son urgentes para cortar estas de raíz.
A largo plazo, lo que está en juego es bastante. No hay futuro posible en una nación que transmite el mensaje de que la violencia es un camino efectivo y hasta inevitable para el cambio político. El Congreso y el Ejecutivo –que tienen mucho por resolver en el complejo panorama político que vive el país– jamás deberán tomar decisiones al ritmo que intentan imponer quienes violentan a las fuerzas del orden. Ese mensaje, sin embargo, está calando hoy. Los criminales toman nota.