Ayer fue el primer día de funciones de los gobernadores regionales y alcaldes provinciales y municipales que estarán en el cargo por los siguientes cuatro años. A juzgar por la historia reciente, las perspectivas de sus gestiones despiertan más preocupaciones que expectativas. ¿Pueden realmente las nuevas autoridades dar la vuelta a la imagen de ineficiencia y corrupción que ha venido marcando la política subnacional desde hace dos décadas?
Lo que está en juego es enorme. Para este año, aproximadamente la mitad de todo el presupuesto anual para inversiones públicas dependerá de las municipalidades y los gobiernos regionales. En sectores como agricultura o saneamiento, la cifra se acerca a los dos tercios del presupuesto. A pesar del sesgo tradicional que responsabiliza a la negligencia del Gobierno Central y de los ministerios de las brechas al interior del país, lo cierto es que en no pocas ocasiones quienes tienen los recursos para cerrarlas están sentados en la misma región. Al cierre del año pasado, los gobiernos regionales de Huánuco, Cajamarca, Áncash y Tumbes no habían logrado ejecutar ni siquiera la mitad del presupuesto asignado para inversiones en el 2022. Siendo ese su último año de gestión –período en el que típicamente se logra terminar con lo avanzado en los tres años anteriores–, la marca es especialmente lamentable.
Más allá de las competencias requeridas para llevar a cabo la tarea, el mal endémico ha sido la corrupción. En el caso de Huánuco, por ejemplo, el año pasado se dictó prisión preventiva en contra del gobernador regional, Juan Alvarado, por el supuesto delito de colusión agravada en la compra irregular de 7.995 laptops por S/22 millones. Alvarado y sus presuntos cómplices se encuentran prófugos desde hace nueve meses. Este es solo uno de los casos. De acuerdo con un informe del Centro Líber, los “25 gobernadores regionales del Perú cuentan con un mínimo de dos hasta un máximo de 62 investigaciones fiscales activas”. Así, por lo menos hasta agosto pasado, habría existido “un total de 557 investigaciones fiscales activas contra los gobernadores regionales, de los cuales el 70% involucra delitos de corrupción”. Y lo que se viene podría no ser mucho mejor: según la Defensoría del Pueblo, al menos 13 gobiernos regionales serán encabezados este año por personas con procesos en trámite por presunta corrupción.
Estos no son crímenes sin víctimas. La precaria situación de la salud pública, colapsada bajo la presión de la pandemia del COVID-19, fue en parte consecuencia de la falta de avance en el acceso a servicios de centros médicos regionales. De acuerdo con el Ministerio de Salud (Minsa), hay 31 obras de salud paralizadas o suspendidas en el ámbito nacional, la gran mayoría a cargo de los gobiernos regionales. El emblemático hospital Antonio Lorena en Cusco, por ejemplo, debía estar ya en operaciones desde hace diez años. La falta de insumos y de personal capacitado son también asuntos urgentes por corregir durante las gestiones que recién empiezan.
Finalmente, en esta difícil coyuntura política las autoridades subnacionales deberán jugar un rol indispensable como vasos comunicantes entre las instancias regionales o locales y las nacionales. Si los partidos políticos y los congresistas han demostrado serias limitaciones para canalizar las preocupaciones y demandas de los ciudadanos de todo el territorio nacional, quizá los alcaldes y gobernadores tengan un papel clave que jugar aquí. Autoridades que, por el contrario, diseminen desinformación y azucen protestas ilegítimas o violentas deben ser identificadas y sancionadas.
El Perú es un país con un proceso de descentralización aún inmaduro. Hasta ahora, los tropiezos han sido más recurrentes que los aciertos. Esta nueva generación de autoridades tiene la oportunidad de enmendar el rumbo, pero por ahora –como decíamos– despiertan más preocupación que expectativas.