Sería mezquino decir que la cuarentena no ayudó a salvar vidas y que declararla hace cien días fue un despropósito. Decretar de manera oportuna el estado de emergencia era lo que la ciencia y la responsabilidad recomendaban, para evitar que los contagios se disparasen aún más y para darnos tiempo de reforzar nuestro precario sistema de salud y acercarlo (aunque poco) a un nivel en el que pudiese navegar la tormenta.
Sin embargo, no podemos negar que estamos muy lejos de ser una historia de éxito. De hecho, estamos más cerca de lo contrario. Las medidas surtieron efecto, pero no han desembocado en los resultados que, por su contundencia y rigidez inicial, se esperaban. Se salvaron vidas pero en todos palpita la sensación de que no las suficientes. El Perú llega a su centésimo día de confinamiento con 257.447 casos confirmados de COVID-19 (el sexto número más grande en el planeta) y más de 8.200 muertos registrados por el Ministerio de Salud (Minsa). Sin embargo, de acuerdo con un informe publicado por este Diario, del 1 de enero al 15 de junio de este año existe un exceso de 17.253 muertes solo en Lima y Callao respecto a similar periodo del 2019, lo que indica un subregistro importante de fallecimientos.
En sí misma, la larga duración de esta cuarentena es evidencia de un fracaso. Que la medida se haya ido prolongando hasta sumar más de catorce semanas demuestra que durante todo este camino hemos estado varios pasos atrás de nuestras expectativas. Y este trance nos ha sumido en otro que promete cobrar tantas vidas como el virus: una crisis económica de dimensiones bélicas que, según estimaciones del Banco Mundial, nos contraerá en 12% en el 2020 (estando solo Belice y Maldivas en una peor posición). Buena parte de los problemas han sido responsabilidad del Gobierno.
El control de los focos de infección, por ejemplo, fue torpe en más de un sentido. Al Ejecutivo le tomó casi dos meses intervenir los mercados como fuentes de contagio y cuando se hizo, las cifras demostraron que el daño ya estaba hecho: solo en el Mercado de Frutas, el 79% de los comerciantes arrojó diagnósticos positivos. Asimismo, los horarios apretados en los que la gente podía salir a comprar, antes de que empezase el toque de queda, aumentaron la concentración de personas en centros de abasto a determinadas horas. Y a eso se le sumó el accidentado reparto de los bonos de alivio económico y las aglomeraciones en los bancos.
El proceso de evaluación de la epidemia también se ha topado con varios baches. El principal, el anuncio del presidente del 13 de mayo de que el país había alcanzado la mentada meseta en la curva de contagios solo para que en los días siguientes la realidad demostrase que todavía estábamos muy lejos. El manejo de las pruebas diagnósticas también ha sido errático. El Ejecutivo pasó de vanagloriarse el 30 de mayo de haber llevado a cabo más de 48.000 evaluaciones en un día a no llegar ni a la mitad de ese número a principios de junio. El Minsa había dejado de contar las pruebas hechas por privados sin que ello se haya hecho público.
Y quizá el error fundamental de esta administración frente a la pandemia ha sido su divorcio de la realidad: se llegó a un punto en el que las prórrogas de la cuarentena caían en oídos sordos y bolsillos vacíos. La necesidad frustró el largo confinamiento y zanjó los debates que planteaban a la salud y la economía como elementos entre los que se tenía que escoger. La ciudadanía eligió la segunda para no tener que sucumbir ante la demanda más básica: el hambre.
Este, consideramos, es el principal lastre que deja esta tragedia. La economía está seriamente herida y el plan para reactivarla ha brillado por sus limitaciones, afectado por los fantasmas típicos de nuestro Estado, como la rigidez burocrática y la imposición de requisitos que solo algunas empresas pueden cumplir. El Congreso, además, ha hecho todo lo posible para golpear con populismo nuestro alicaído sistema productivo y el Gobierno no siempre se ha atrevido a encararlo.
Así hemos llegado al día cien del estado de emergencia y aún nos quedan siete más. Ahora se hace más evidente que solo nos queda un último cartucho frente a este virus: nuestra responsabilidad. A partir del 1 de julio (no tiene sentido ampliar más la cuarentena) la pelota estará en la cancha de la ciudadanía y dependerá de nosotros cómo termine el capítulo COVID-19 de nuestra historia.