Una entrevista al presidente del Poder Judicial (PJ), Enrique Mendoza, que publicamos ayer muestra la complicada situación que padece su institución a raíz de la huelga que enfrentó hasta hace poco. Debido a ella, se suspendieron 163 mil procesos que hoy, a pesar de que el PJ amplió los horarios de servicio, forman una larguísima cola de casos retrasados.
Ese problema se suma, por supuesto, a la enorme carga de trabajo que tiene usualmente la institución y que, entre otros factores, la lleva a moverse a paso de tortuga: este año solo la Corte Superior de Justicia de Lima acumula 347 mil procesos, de los cuales estima poder resolver durante el 2014 únicamente 134 mil. Según declaraciones del doctor Mendoza, además, solo para notificar a los demandados (el primer paso dentro de un juicio) se pierden cuatro meses al año por caso. Y cada juez maneja –a menudo en condiciones precarias– varios miles de expedientes, algo que es materialmente imposible hacer de manera realmente célere y eficiente.
Como si todo ello fuese poco, el servicio de justicia enfrenta una conocida falta de legitimidad y de confianza. De acuerdo con el Índice Global de Competitividad, nuestro PJ ocupa el deshonroso puesto 126 de 148 países en lo que toca a su independencia. Y, según la última Encuesta Nacional sobre Percepciones de la Corrupción en el Perú, elaborada por Ipsos, esta institución es considerada la tercera más corrupta de la nación (solo superada por el Congreso y la Policía Nacional).
La situación es clara: una reforma del PJ no puede consistir tan solo en ciertos cambios cosméticos. Tenemos que pensar fuera de la caja y plantear soluciones radicales.
En este Diario creemos que un primer paso podría ser dejar que la justicia privada le dé una mano a la justicia estatal. Concretamente, nos referimos a que las personas que tengan controversias comerciales o civiles y que cuenten con recursos para solventar un arbitraje estén obligadas a recurrir a esta vía, en vez de la judicial, para resolver sus problemas. Sería cuestión de dar una ley que lo exija y que establezca una regla supletoria que señale cómo se designará a los árbitros en caso los involucrados en una controversia no lo hubiesen pactado anticipadamente en un contrato o no llegasen a un acuerdo posterior.
De este modo, implementar el arbitraje obligatorio sería abrir un camino paralelo para desatorar la carretera terriblemente congestionada que es el PJ. Así, este último serviría básicamente para atender dos tipos de casos. Primero, los penales. Segundo, las controversias civiles y comerciales de aquellas personas que no puedan solventar un proceso arbitral (siguiendo una lógica parecida a la que debería inspirar a la salud pública: que los hospitales públicos se enfoquen en las personas de escasos recursos que no pueden pagar una clínica privada).
Además de la mencionada descongestión, el sistema que proponemos permitiría liberar la mayor parte de los recursos del PJ para atender con mayor eficiencia a las causas que quedarían bajo su competencia.
Por otro lado, un sistema privado de resolución de controversias tendría otra ventaja: es mucho más difícil que el poder político influya en él. Esto significaría que sería más independiente, menos corrupto y que brindaría mayor certidumbre a los ciudadanos.
Además, al colocar un nuevo sistema privado al lado del estatal los ciudadanos podríamos comparar con mayor facilidad la eficiencia del segundo. Y finalmente, como dice el dicho, un caballo corre más rápido cuando se le pone otro al lado.
La situación del PJ no es cosa de broma. De él depende que se hagan cumplir los derechos de todos los ciudadanos. Por eso, no nos podemos dar el lujo de que siga funcionando mal ni de esperar que sus funcionarios (que en varios casos son parte del problema) tomen un buen día la decisión de reformarse a sí mismos.
La Constitución reconoce este camino alternativo –el arbitraje– como un sistema institucional de justicia. Usémoslo difundidamente y empecemos a cambiarle el rostro a la justicia peruana.