En la campaña electoral no es inusual encontrar discursos salpicados de falacias a distintos niveles. Pero incluso en este contexto, las medias verdades que se dicen cuando se discute sobre el modelo económico del Perú son sorprendentes.
Un ejemplo muy concreto lo está dando el candidato por Acción Popular, Alfredo Barnechea, quien una y otra vez se refiere al modelo económico que (mal que bien) rige al país desde que en los noventa se desmontó buena parte de la economía estatista que había instaurado el gobierno militar, como el “modelo fujimorista”. Algo que, por su parte, ha refrendado en numerosas declaraciones la lideresa de la agrupación Frente Amplio, Verónika Mendoza. Ambos sostienen, en buena cuenta, lo que ha dicho el señor Barnechea: el “modelo fujimorista […] no produce ni desarrollo ni igualdad”.
No es fácil encontrar una expresión tan corta con tantas falacias. En primer lugar, la paternidad y el apellido imputados al modelo son equívocos. Es cierto que una parte estructural del sistema económico actual depende de la continuidad de la Constitución Política de 1993, adoptada durante el gobierno de Alberto Fujimori, pero ello no implica, ni de cerca, que se le pueda referir como el “modelo fujimorista”.
El señor Fujimori nunca fue especialmente partidario de las libertades económicas, ni mucho menos las inventó. Si a la postre adoptó parte del programa de gobierno propuesto por su adversario electoral, Mario Vargas Llosa, fue debido a las extremas circunstancias en que se encontraba entonces el Perú y solo para abdicar a los pocos años de las reformas liberales que el país seguía necesitando, para dedicarse al populismo reeleccionero. La gestión pública de Sedapal y el millón de limeños que no cuentan aún con agua potable son solo un constante recuerdo de ello. En el Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation, el Perú nunca ha pasado de la categoría de las economías “moderadamente libres”.
Si a alguien corresponde la paternidad del modelo en el Perú es al mencionado Vargas Llosa, quien tuvo el indiscutible mérito de predicarlo en calles y plazas en tiempos en que el libre mercado era un absoluto tabú en el país (entonces aun más que ahora). Si este modelo –al menos en la parte en que es coherentemente liberal– tiene que tener el nombre de alguien, ese es el de Vargas Llosa. Nada tiene que ver el modelo con los abusos y delitos que, al tiempo que lo aplicaba cada vez más a medias, el gobierno de Fujimori cometió contra las instituciones y contra los peruanos.
Por otro lado, es sencillamente falso decir que el modelo no ha disminuido la pobreza o que ha aumentado la desigualdad. Respecto de lo primero, es difícil encontrar un solo indicador de calidad de vida objetivo que no haya mejorado en el Perú en los últimos 25 años. La tasa de pobreza monetaria se redujo a menos de la mitad de la que era a inicios de los años noventa; el PBI per cápita en dólares constantes del 2005 pasó de US$3.200 en 1992 a casi US$10.500 en el 2015 (la tasa de crecimiento más alta de la región); la mortalidad en niños menores de 5 años era de 71,3 por cada 1.000 nacidos vivos en 1992 y es de 16,7 actualmente; el porcentaje de la población con al menos una necesidad básica insatisfecha pasó de 42% en el 2001 a 20% en el 2013. No es serio sostener que el modelo no ha traído desarrollo al Perú en las últimas décadas.Otra cosa es no reconocer que aún hay mucho camino por andar. Pero no se puede hacer eso sin dejar de considerar dónde comenzamos: en 1990, el modelo intervencionista había dejado al 60% de los peruanos viviendo bajo la línea de pobreza. Muy igualitariamente, si se quiere, pero bajo la línea de pobreza.
Por otra parte, la igualdad también se ha incrementado con el modelo. Solo en los últimos diez años, el 20% de hogares más pobres del Perú aumentó su gasto real en más del 50%, en tanto que el 20% de hogares más ricos lo hizo en 16%. En otras palabras, el crecimiento del Perú ha sido inclusivo.
Quien dice, pues, que el modelo no ha realizado enormes avances en la lucha contra la pobreza o no ha traído más desarrollo al Perú, o habla con desprecio por las cifras o habla de mala fe. Como habla de mala fe quien quiere relacionar a las tropelías contra las instituciones y la corrupción de los noventa con un modelo económico al que estas solo socavaron y debilitaron.