¿Se puede considerar un acuerdo entre dos partes el resultado de una negociación en la que una de ellas sostenía una pistola apuntándole a la otra? La pregunta resulta pertinente en estos días tras lo ocurrido entre el Gobierno y las clínicas para establecer una tarifa por el tratamiento a los pacientes con COVID-19 internados en ellas. Como se sabe, las negociaciones con el SIS habían conducido tiempo atrás a un primer acuerdo, sin amenazas de por medio. Pero entonces la jefa de la institución, Doris Lituma, fue cambiada y su sucesor, Moisés Rosas, quiso establecer el precio de las prestaciones unilateralmente. Siguió a ello una nueva negociación que no llegó a buen puerto. Y fue en esas circunstancias que, el miércoles de esta semana, el presidente resolvió lanzarles a las clínicas un ultimátum: o se avenían a un precio que le pareciera satisfactorio al Ejecutivo o iban a ser expropiadas en aplicación del artículo 70 de la Constitución.
Sobre las posibilidades efectivas de que el Gobierno fuese adelante con la figura blandida por el mandatario hay opiniones divergentes: unas que observan que el pago del “justiprecio” (que tendría que haberse hecho efectivo antes de tomar posesión de los establecimientos) habría sido un problema difícil de resolver en el plazo perentorio al que parecía estar aludiendo el presidente; y otras que anotan que, al comentar luego que sería una medida que duraría solo lo que la emergencia, el jefe de Estado estaba poniendo en evidencia que no tenía claro cuáles eran las características del arma legal que amenazaba con usar: las expropiaciones no son temporales.
De cualquier forma, la intimidación presidencial es el gesto que queda grabado en la memoria y en la conciencia de los ciudadanos. El mensaje es: negociamos y si tu posición no me gusta, te apretaré con el poder que tengo hasta que accedas a condiciones que a mí me parezcan aceptables. Y si además recordamos lo sucedido a propósito del proyecto Tía María, en donde el presidente Vizcarra arregló a puerta cerrada la forma de desconocer un acuerdo que había cumplido con todos los requisitos legales, tenemos el reverso de la misma moneda: negociamos y si la posición que asumí antes ha dejado de gustarme, veré cómo hago para tirarme abajo el acuerdo. Es decir, o gano o gano.
En ambos casos, penosamente, lo que queda mellada es la confianza que el Estado debería inspirar en los ciudadanos a propósito de las negociaciones en que se involucra en una sociedad civilizada. La gente que hoy puede verse beneficiada por la singular forma de negociar de este Gobierno debe pensar que mañana puede tocarle estar al otro lado de la mesa. Esto es, en la parte de la desigual negociación en la que el atropello a los mecanismos inicialmente aceptados la perjudica.
El atropello se ha convertido en el estilo del Ejecutivo, gracias a la incapacidad de cuestionarlo de un Legislativo que sueña con ser más populista que él y a la complacencia de un sector de la opinión pública que estima que vale la pena forzar o desfigurar las leyes si con ello se alcanza un resultado que le apetece. Una observación, dicho sea de paso, que vale también para aquellos que dicen hoy que la amenaza a las clínicas estuvo bien porque de otra manera no se habría conseguido su conformidad con lo que a ellos les parecía justo o conveniente. La fórmula que defienden, por si no lo hubieran notado, es aquella que equivocadamente se le atribuye a Nicolás Maquiavelo y que se suele sintetizar con la frase “el fin justifica los medios”.
Cuestión aparte, por último, es la forma en la que el Gobierno estableció lo que en cualquiera de los casos mencionados eran términos aceptables para él. Una operación que ha parecido estar más guiada por el ‘aplausómetro’ que por el razonamiento económico o la ecuanimidad del estadista.