Por increíble que parezca, a partir de la detención, el pasado jueves, del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, un importante líder opositor al gobierno de Nicolás Maduro, la situación de la democracia en Venezuela ha empeorado.
Sin mediar explicaciones, ochenta agentes del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), equipados con armas de guerra, entraron ese día al despacho de Ledezma y, con golpes, lo subieron a un vehículo y lo trasladaron a su sede principal en Plaza Venezuela (la misma que alberga, cinco pisos bajo tierra, la prisión política conocida como La Tumba, sobre la que editorializamos la semana pasada).
Mientras tanto, en Ramo Verde, Leopoldo López, otro dirigente opositor preso desde febrero del año pasado, fue movido de su celda con rumbo desconocido. Y solo bien avanzada la noche de ese mismo jueves se confirmó que había sido regresado a su lugar original de encierro; aunque, como cabe suponer, severamente maltratado. Luego la represión se volcó sobre los estudiantes. Con el precedente establecido por la resolución 008610, que desde enero de este año autoriza a las Fuerzas Armadas venezolanas a usar armas de fuego para aplacar cualquier protesta, el funesto resultado no tardó en llegar: Kluiverth Roa, un boy scout de apenas 14 años, perdió la vida luego de que un policía le atravesara el cráneo con un disparo hecho a menos de dos metros de distancia.
Terriblemente, además, esto no constituye un hecho aislado. Recordemos que ya durante las protestas del año pasado, 43 personas resultaron muertas, cientos heridas y al menos 3.500 terminaron en la cárcel. Todo ello, para mayor escándalo, sin que jamás se aclarase cómo varios jóvenes encontraron también la muerte por disparos en la cabeza (una circunstancia que hizo sospechar a muchos de la intervención de francotiradores) y mientras Maduro continúa asegurando que “en Venezuela, está prohibida la represión armada”.
Cabe mencionar, por último, que en días recientes, al menos 11 sedes de Copei (partido opositor al régimen) han sido intempestivamente allanadas por funcionarios del gobierno.
El escalamiento en la gravedad de la situación que se vive en Venezuela, sin embargo, no parece perturbar demasiado al gobierno del presidente Humala. Empujado quizás por un comunicado firmado por congresistas de varias bancadas, en el que estos expresaron el miércoles pasado su más enérgica protesta y su solidaridad por lo ocurrido en ese país, el Ejecutivo emitió, unas horas más tarde y a través de la cancillería, un comunicado oficial en el que, una vez más, se inhibió de condenar los crímenes y los atropellos que tienen en vilo a todos los partidarios de la democracia en América Latina.
En el citado documento, en efecto, el Ministerio de Relaciones Exteriores se limita a hablar de la ‘preocupación’ con la que el Perú ve lo ocurrido, a ‘lamentar’ la muerte de un estudiante y a ‘exhortar’ a la misión de Unasur “a acelerar y redoblar sus esfuerzos” para “prevenir los actos de violencia que enfrentan a los propios hermanos venezolanos”. El comunicado menciona, asimismo, la disposición del Perú a apoyar “cualquier iniciativa orientada a llevar adelante una reunión presidencial para promover el diálogo y la concertación democrática en Venezuela”.
Pero pensar que es posible un diálogo en igualdad de condiciones en un país donde al menos la mitad de los 77 alcaldes de oposición electos tienen procesos judiciales abiertos y los estudiantes son reprimidos con armas de guerra es, por decir lo menos, ingenuo. El tiempo para esas invocaciones edulcoradas, si alguna vez existió, ya pasó. Como decía el editorial de “The Wall Street Journal” unos días atrás: ya viene siendo hora de que los países empiecen a llamar por su nombre a la tiranía que hay en Venezuela.
La descomposición del régimen encabezado por Nicolás Maduro ha entrado en una etapa en la que todas las caretas han caído y si antes era importante para los demás países de la comunidad latinoamericana pronunciarse al respecto, ahora ello ha devenido en imprescindible.
Al exonerarse de semejante compromiso, sin embargo, el gobierno del presidente Humala no solo deja de representarnos, sino que también alimenta una vieja suspicacia acerca de la adhesión del nacionalismo a los principios que sostienen el Estado de derecho, y sobre una deuda, igualmente antigua, con el chavismo y sus afanes de penetrar en el sistema político de todo el continente.