Decía el exlegislador aprista Javier Valle-Riestra que, en cuanto a poderes del Estado, el Congreso era primus inter pares, expresión latina que significa el primero entre iguales. “Eso ha existido en el Perú, incluso dentro de los Parlamentos sometidos a las dictaduras”, añadía. A juzgar por sus apetitos presupuestales, el Congreso actual se habría tomado demasiado en serio la sentencia de su exintegrante.
De acuerdo con una investigación publicada ayer por este Diario, el presupuesto del Congreso de la República para el 2023 asciende a S/928,2 millones, un monto superior en 43% a los S/649,6 millones de los que disponía en el 2021, al inicio del actual período legislativo. En una comparación regional, el Congreso peruano aparece como uno de los más costosos entre países vecinos. Solo Argentina, México y Brasil tienen presupuestos más altos y, pese a que el número de congresistas peruanos es relativamente menor (130), sus recursos son más abultados que los órganos legislativos con más integrantes, como Colombia y Chile, ambos bicamerales. Más aún, en una evaluación de presupuesto por parlamentario, el congresista peruano aparece como el segundo más costoso con S/7,1 millones por legislador, solo superado por sus pares brasileños. El Congreso de la República, por supuesto, tiene la facultad de aprobar su propio presupuesto, a diferencia de los ministerios u otros organismos del Estado.
Según analistas consultados, el problema de fondo no es tanto el sueldo por congresista –que está en línea con países similares–, sino otros gastos inflados, redundantes o innecesarios del Legislativo. La principal carga en este sentido sería la sobrepoblación laboral. Más del 70% del presupuesto de este año está asignado a personal y contribuciones a la seguridad social, porción que debe cubrir los sueldos de los más de 3.000 trabajadores internos, además del personal de confianza designado por los congresistas. La atención sobre la productividad de los trabajadores es mínima y los colocados por favores políticos antes que por capacidad técnica abundan.
Si se trata de ganar eficiencia y transparencia, como más de un parlamentario le exige al Ejecutivo, no estaría mal empezar por casa. Los gastos en viajes parecen excesivos y la información sobre los mismos llega a destiempo; los pagos extras y regalos –como los bonos de casi S/10.000 para todos los trabajadores del Congreso aprobados en abril y las billeteras distribuidas por el Día de la Madre– transmiten derroche y frivolidad; el centro de salud por construirse por S/2 millones para brindar atención médica a congresistas y trabajadores del Parlamento da la imagen de un Congreso que prioriza sus propias ambiciones mientras el resto de la ciudadanía debe enfrentar un sistema de salud colapsado. Un paso en la dirección correcta, por ejemplo, sería centralizar buena parte de los procesos de evaluación legislativa a través de una oficina de estudios económicos e impacto social con capacidad técnica suficiente, de modo que se reduzca el personal por parlamentario destinado a estas tareas –y que bien puede no tener las competencias para realizarlas–.
Como porcentaje de los recursos totales del Estado, es cierto, los montos de los que dispone el Congreso son relativamente menores (apenas 0,6% del presupuesto anual, aproximadamente). Pero gastos innecesarios o superfluos afectan su imagen, prioridades y, a la larga, su capacidad de legislar adecuadamente.