“Al empezar el período de la reconstrucción y durante varios años la miseria privada y pública fue grande”, narra Jorge Basadre respecto de la situación económica del Perú inmediatamente después de la Guerra del Pacífico. “La pobreza de las masas llegaba a lo espantoso. […] La economía nacional sufría las consecuencias de la depreciación continua del papel moneda, la emigración en masa de capitales visibles desde 1880 y los tremendos daños causados a la agricultura, la ganadería, la minería, la industria y el comercio por la guerra, la ocupación y la guerra intestina”. Entre 1879 y 1883, el PBI se contrajo a un ritmo de 12,4% en promedio anual.
Aunque fue la más dura, aquella no fue, por supuesto, la única vez que al país le tocó lidiar con una crisis económica profunda. Durante el siglo pasado, el inicio de los años treinta y la última parte de la década de los ochenta fueron también testigos de duras recesiones que pusieron a prueba la resiliencia del tejido productivo nacional y la capacidad del país para levantarse desde lo más bajo.
Hoy le toca a esta generación tomar las riendas de su propio destino económico frente a otra crisis de proporciones históricas que destruyó mucho de lo construido en los últimos treinta años. Si bien el PBI se ha ido recuperando a buen ritmo luego del desplome de 11,1% del año pasado, no todos los sectores han visto igual dinamismo y el mercado laboral sigue seriamente resentido. En el caso de Lima Metropolitana, por cada tres personas adecuadamente empleadas en el 2019 hoy quedan solo dos en tal condición. El desempleo en la capital pasó de 7,3% de la población económicamente activa (PEA) empezando el 2019 a 15,1% de la (PEA) en similar período del 2021 –es decir, más que se duplicó–.
Como es lógico, la crisis económica ha puesto presión adicional sobre el sistema político. Las demandas por iniciativas que ofrecen soluciones de corto plazo –como la disposición de ahorros previsionales, gasto fiscal excesivo o regulaciones de precios– han subido considerablemente. En un ambiente político fraccionado y debilitado, estos pedidos encontraron eco con facilidad: el populismo ofrece las soluciones de alivio fácil que luego se convierten en la siguiente bomba de tiempo, pero eso será problema de alguien más.
El país no debe caer en estas tentaciones. Este no es un momento cualquiera. Está en juego la recuperación económica de millones de familias que hoy atraviesan condiciones de vulnerabilidad mucho mayores a las que tenían hace apenas un año y medio. El Perú tiene el enorme reto de encontrar legitimidad y persistencia en aquellas políticas económicas que antes le permitieron crecer y reducir la pobreza a gran velocidad, al tiempo que ajusta las tuercas de los puntos débiles.
Entre las políticas claves a conservar se encuentra necesariamente la responsabilidad macroeconómica. El respeto por la autonomía y el trabajo técnico del Banco Central de Reserva (BCR), junto con prácticas adecuadas de gasto y recaudación del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), deben defenderse como anclas fundamentales de cualquier proceso exitosos de desarrollo económico. Lo mismo aplica para la promoción de la integración de la economía peruana con el resto del mundo. El comercio internacional y la llegada de capitales extranjeros han sido de gran ayuda para crear empleo y elevar la calidad de vida de la población.
Pero los protagonistas de la historia económica de los últimos años han sido los propios ciudadanos. Emprendimientos e inversiones de todo tamaño lograron florecer –con mucho esfuerzo– y convertir desiertos en valles cultivados, hilos en elaboradas prendas de vestir, y pequeños locales en ajetreadas bodegas. Esta transformación le cambió el rostro no solo a la ciudad capital, sino a la mayoría de centros urbanos del país, con una clase media creciente y orgullosa de sus logros. El COVID-19 puso una pausa abrupta a este proceso, pero las condiciones están ahí, a disposición, para retomarlo.
Si bien ha sido el empuje del sector privado –desde la microempresa hasta la gran corporación– el motor del crecimiento económico del país, este solo se puede dar en un contexto económico estable y favorable para la inversión. La incertidumbre y la confrontación política erosionan la confianza para invertir y generar empleo. Al mismo tiempo estas rencillas hacen imposible dar pasos adelante en una agenda de reformas mínimas pendientes. Quedará para el análisis de la posteridad identificar lo que se hubiese podido avanzar en asuntos de infraestructura, salud o educación si la clase política de los últimos años hubiera puesto ahí el mismo empeño que puso en enfrentarse con sus rivales políticos de turno.
El Perú merece más. La economía nacional se tomó dos décadas en volver a los niveles de producción anteriores a la Guerra del Pacífico. Esta vez la historia de recuperación económica debería tomar muchísimo menos, pero depende absolutamente de las decisiones que esta generación tome en los próximos días, meses y años.