De un tiempo a esta parte, los prófugos de perfil alto han comenzado a multiplicarse.
A lo ocurrido con el exministro de Transportes y Comunicaciones Juan Silva (requerido hace dos años por las autoridades para cumplir 36 meses de prisión preventiva por el Caso Puente Tarata), se fueron sumando paulatinamente las desapariciones del líder de Perú Libre, Vladimir Cerrón (sobre el que pesa una sentencia de tres años y seis meses de prisión efectiva por corrupción durante su gestión como gobernador regional de Junín), Nicanor Boluarte (hermano de la actual mandataria, no habido desde que se le dictaron 36 meses de prisión preventiva en relación con el Caso Los Waykis en la Sombra), el excongresista Michael Urtecho (sentenciado a 22 años de prisión por el recorte de sueldos a los trabajadores de su despacho) y la fiscal Elizabeth Peralta (desvanecida en un primer momento luego de que el Poder Judicial ordenara para ella 18 meses de prisión preventiva por los presuntos delitos de tráfico de influencias y cohecho activo en el caso de Andrés Hurtado, pero quien se entregó finalmente a las autoridades la tarde de ayer).
En primer lugar, cabe decir que las razones por las que ellos pudieron pasar a la clandestinidad sin que las autoridades competentes tuvieran los reflejos para impedirlo son motivo de inquietud. Y, en segundo lugar, existe un discurso, modulado por sus defensores legales y de otro signo, que también llama poderosamente la atención por lo descabellado del razonamiento que entraña y que nos interesa comentar aquí. Según ese discurso, todos ellos estarían en su derecho a ocultarse de la justicia, pues esta, de alguna manera, se habría conducido con respecto de ellos de modo abusivo. En algunos casos, como los de Cerrón y Boluarte, sus valedores hablan expresamente de una supuesta persecución política; y en otros, como el de la fiscal Peralta, de intentos de “detención arbitraria”. Mención aparte merece el presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, quien, a propósito de la situación del hermano de la jefa del Estado, ha sostenido peregrinamente que “tiene derecho a preservar su libertad”.
En suma, lo que todas estas argumentaciones plantean es que nada hay de condenable en sustraerse a la acción de la justicia cuando uno considera que no ha sido adecuadamente administrada en su caso. Los prófugos aquí mencionados, al parecer, deberían estar prácticamente orgullosos de serlo…
Frente a eso, solo cabe recordar que, si bien recusar una sentencia es un derecho de cada justiciado, desacatarla no. Y quienes afirman lo contrario están retando alegremente el Estado de derecho.