Si hace un año el entonces presidente Martín Vizcarra gozaba de altas cifras de aprobación ciudadana, luego de haber reaccionado con severidad a la pandemia del COVID-19 y tras haber asumido el liderazgo de las acciones que tomaría el Gobierno para paliar la crisis, hoy su reputación está manchada de forma indeleble. Como se sabe, el exmandatario y un grupo de funcionarios de su administración eligieron inocularse de forma clandestina con la vacuna de Sinopharm, un proceso que quiso hacer pasar como una valiente contribución a los ensayos clínicos cuando todo parece indicar que, en realidad, lo hizo para protegerse, antes que todos los peruanos y de forma irregular.
A propósito de este caso, el 31 de marzo la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales aprobó por mayoría el informe final de las denuncias por antejuicio político contra Vizcarra y las exministras Pilar Mazzetti (Salud) y Elizabeth Astete (Relaciones Exteriores). Ayer, la Comisión Permanente recomendó inhabilitar a las referidas funcionarias (ocho años y un año, respectivamente) y al exgobernante (por una década) como sanción por lo ocurrido. Toca ahora que las medidas sean discutidas por el pleno.
Durante el proceso, sin embargo, ha llamado la atención la actitud asumida por el expresidente ante los legisladores, que lejos de mostrarse arrepentido por lo hecho, y por las mentiras pronunciadas para maquillarlo, se valió de coartadas que no vienen al caso para defenderse. En efecto, el señor Vizcarra ha querido sugerir que el trance por el que pasa es un acto de “venganza” y de “persecución política”. Además, aseguró que “el tema legal es solo un pretexto para tratar de sacar a un contrincante en una lid electoral”, para añadir que él no estaba ahí “para convencerlos de nada porque son las mismas bancadas que hace cinco meses votaron por la vacancia. Esa vacancia que el pueblo repudió”.
Con todo lo cuestionable que tuvo la vacancia –decisión del Congreso que criticamos y que aún consideramos desatinada por las circunstancias y la manera en la que se dio–, traerla a colación para cuestionar lo que se le imputa hoy no tiene sentido. El ‘Vacunagate’ no tiene nada que ver con lo que llevó a que se le depusiera en esa oportunidad; de hecho, se trata de un caso que el país recién conoció meses después de que Vizcarra dejara el cargo. Del mismo modo, aunque no se puede soslayar la animosidad e imprudencia que han caracterizado a este Parlamento, tampoco se puede negar que, en esta ocasión, la potencial sanción se justifica en una conducta que no puede permitírsele a ningún empleado público, mucho menos a quien ejerció el cargo más importante del Estado.
El caso del señor Vizcarra, además, tiene un agravante: el hecho de que su administración no haya asegurado la llegada oportuna de las vacunas para el resto de los ciudadanos. Si bien no es específicamente por esto que el Congreso lo está procesando, sí debería bastar para que el ex jefe del Estado asuma las consecuencias de sus acciones con menos histrionismo y más humildad. A estas alturas, con todo lo que se sabe, valerse de la cantaleta de la “persecución política” y no esbozar un verdadero mea culpa es una ofensa sin atenuantes.
Es cierto que todo peruano tiene derecho a elegir y ser elegido y es innegable que lo ideal sería que al otrora gobernante se le termine por condenar en las urnas, pero cuando se cometen actos irregulares y cuando se traiciona a la ciudadanía, no se puede pretender que no se activen, desde distintos frentes, los mecanismos existentes para sancionar estos comportamientos. Son riesgos, en fin, que uno asume cuando elige ejercer un cargo público.
En ese sentido, Martín Vizcarra debería aguardar la decisión del pleno y acogerse a esta sea cual sea. Insistir en inocencias improbables solo prolonga la agonía de un país que ya tuvo suficiente.