El mensaje presidencial de Fiestas Patrias abundó en múltiples iniciativas descaminadas y anuncios hostiles. Algunos, con el paso de los días, ya han cobrado singular protagonismo en la coyuntura, como la anunciada pretensión de no gobernar “desde la Casa de Pizarro” (es decir, desde Palacio de Gobierno). “Tenemos que romper con los símbolos coloniales para acabar con las ataduras de dominación que se han mantenido vigentes por tantos años”, señaló el presidente el 28 de julio ante la representación nacional. Y añadió que cedería el edificio “al nuevo Ministerio de las Culturas para que sea usado como un museo que muestre nuestra historia”, dijo Pedro Castillo.
Desde el comienzo, la decisión presentaba problemas prácticos y legales. Para comprobar lo primero, solo hay que pensar en lo engorroso y costoso que resultaría acondicionar un nuevo lugar para acomodar al recién elegido mandatario, con seguridad, ministros, asesores y demás. Y en lo concerniente a lo segundo, lo que estaba de por medio era el incumplimiento de lo que establece la Ley 28024 en torno a la obligación de mantener una agenda pública y un registro de las visitas que recibe el presidente.
Las objeciones con relación a la eventualidad de que se siguiera ignorando esta norma (porque, por cuatro días, eso es lo que ha hecho el presidente al sostener todas sus reuniones en la casa de Breña donde se hospeda) eran, por supuesto, también éticas: en democracia, el poder no puede ejercerse en opacidad, sino con total transparencia. De hecho, episodios como el de las ocultas visitas de Richard Swing a Palacio durante el gobierno de Martín Vizcarra deberían habernos curado en salud frente a circunstancias como estas, pero parece que los responsables de la actual administración estaban dispuestos a hacer caso omiso de ello.
De cualquier forma, ante las críticas y las protestas de diversos sectores ciudadanos por la forma en que se estaba burlando la norma ya señalada, el jefe del Estado ha tenido que ensayar ahora una forzada marcha atrás, pues la Secretaría del Despacho Presidencial comunicó anteayer que él se instalará en Palacio “en tanto se determina el lugar más adecuado” para trasladar la sede de Gobierno.
Pero toda esta circunstancia desemboca en una reflexión que Castillo y su equipo no pueden pasar por alto: ni el presidente ni sus ministros están libres de cumplir con las leyes y los protocolos vigentes. Un cargo público no faculta a nadie a hacer lo que quiere; al contrario, lo obliga a ser aún más riguroso con sus acciones, toda vez que estas responden al poder que se le ha confiado. Es esta realidad la que diferencia a los sistemas democráticos de los dictatoriales, pues, en los primeros, los líderes le rinden cuentas a la ciudadanía y, en los segundos, aquellos pueden hacer lo que se les plazca sin que estos se enteren.
Que al nuevo mandatario no se le haya ocurrido velar por la transparencia desde el primer día resulta inquietante y que el cambio de ruta recién venga ante los cuestionamientos revela que la brújula institucional de esta administración puede estar un poco averiada. Por ello, las señales de apertura, para ser más creíbles, deberían ser incluso más amplias, como por ejemplo abrir las salas de prensa de las instituciones del Estado –cerradas por la pandemia– para que los medios puedan participar, como ha solicitado el Consejo de la Prensa. En su defecto, bastaría con que se invite a la prensa en general, no solo a la oficial, a cubrir eventos tan importantes como la juramentación de ministros.
En todo caso, el episodio que nos ocupa debería servir para demostrar la trascendencia de la vigilancia que la ciudadanía ejerce sobre sus autoridades. Un gobierno de semblante poco democrático solo puede salirse con la suya si se le da la espalda, pero si los periodistas y todos los peruanos permanecemos alertas, será más difícil que nos pasen por encima.