La presidenta Dina Boluarte inició ayer su tercer viaje al extranjero. El avión presidencial la llevará en esta ocasión a Alemania e Italia con el propósito de “impulsar el intercambio comercial y la promoción de inversiones” con esos países, según reza una comunicación oficial al respecto. La mandataria visitará además el Vaticano a fin de “promover, estrechar y desarrollar las relaciones entre el Perú y la Santa Sede”. Se trata, sin duda, de iniciativas que resultarían positivas en cualquier contexto en el que no hubiera otras urgencias que requiriesen de la atención y, eventualmente, hasta de los recursos comprometidos por el Ejecutivo en ellas. Pero ocurre que en estos días existe precisamente una emergencia así.
Nos referimos, como es obvio, a la situación de los peruanos en Israel. Ya sabemos de dos connacionales que han perdido la vida como consecuencia del vesánico ataque de Hamás sobre el territorio de esa nación y de dos más que están desaparecidos. Pero, adicionalmente, se sabe de al menos 130 compatriotas que, angustiados por la posibilidad de una escalada del enfrentamiento armado, quieren regresar al Perú o, por lo menos, ser trasladados a un lugar alejado del conflicto. La reacción al respecto de la jefa del Estado, sin embargo, ha sido retórica y gaseosa.
En lugar de disponer inmediatamente un vuelo que trajera a esas personas de regreso, ella se limitó a declarar dos días atrás: “Con cancillería estamos coordinando para [...] ver la posibilidad de traerlos a tierra segura, como nuestro país”. Y también que, a través de nuestra embajada en Israel, se continuará trabajando para “asistir a la comunidad peruana en ese país”. ¿Ver la posibilidad de traerlos? ¿No podría, por ejemplo, haber enviado el avión presidencial para que –haciendo las escalas que hiciera falta– contribuyera en ese empeño? Y si esa nave no tuviese las características necesarias para acometer la tarea, pues se tendría que procurar otra que sí. Lo cierto es que, mientras los gobiernos de Chile, Brasil, Uruguay, Colombia y Argentina –por mencionar solo a países de la región– ya han emprendido esfuerzos de esa naturaleza, el nuestro solo habla de vagas “coordinaciones” con cancillería y de una asistencia a nuestros connacionales varados en medio del conflicto que no contempla su prioridad: salir del lugar.
En honor a la verdad, en medio de este dramático trance, la gira de la presidenta y su numerosa comitiva por Europa parece indolente. Es como si les hubiera dicho a los ciudadanos peruanos desesperados por huir de una guerra cruenta: “Yo me embarco en mi periplo, pero ustedes se quedan allá”. De hecho, si el permiso para este viaje hubiera sido votado en el Congreso después de lo ocurrido en Israel, es probable que no hubiese sido aprobado. Aunque con la desconexión de la representación nacional a propósito de los problemas de la ciudadanía, quién sabe…
Lo sensato, de cualquier forma, es que aun con la autorización ya concedida, la gobernante hubiese decidido quedarse en el país hasta solucionar la crisis a la que nos referimos. “Impulsar el intercambio comercial y la promoción de inversiones” con Alemania e Italia y estrechar las relaciones con la Santa Sede son, después de todo, gestiones que se pueden acometer en cualquier otra coyuntura. Rescatar a los peruanos que podrían estar jugándose la vida en medio de una situación de violencia que les es ajena, en cambio, no. No se puede dejar a nuestros compatriotas abandonados a su suerte en circunstancias como estas. Ojalá la mandataria lo comprenda antes de que sea demasiado tarde.