La capital se prepara para recibir lo que sus organizadores han denominado la tercera toma de Lima el miércoles de la próxima semana. Mientras que la policía hace despliegues de fuerza por el centro de la ciudad, grupos organizados se preparan para causar el máximo impacto posible en las calles. El clima de tensión en el país es innegable; es imposible, por el momento, conocer la verdadera extensión de la manifestación. El listado de pedidos de los participantes es ecléctico –algunos marcharán por imposibles jurídicos como, por ejemplo, la liberación y reposición en la presidencia del golpista Pedro Castillo, y el llamado a una asamblea constituyente–, pero la gran mayoría coincide, principalmente, en la renuncia de Dina Boluarte como jefa del Estado y en la convocatoria a nuevas elecciones generales.
Es una verdad de Perogrullo afirmar que el derecho a la protesta está y debe estar garantizado. Cualquier ciudadano que quiera manifestar públicamente su opinión política no solo tiene que poder hacerlo de forma libre, sino que en su ejercicio constitucional debe ser resguardado –y jamás reprimido o coactado– por las fuerzas del orden.
Lo que es inaceptable es promover violencia durante la protesta. Grupos radicales, que parten de premisas falsas –como que se debe luchar con todos los medios posible en contra de la actual “dictadura” del Gobierno y Congreso– fomentan el choque con la policía al amparo del anonimato de la masa. El Perú ya vivió a inicios de año lo que esos mensajes cargados de agresión pueden ocasionar.
Esta vez, además, la marcha –cuyo nombre, de por sí, lleva un tono amenazante y divisorio en contra de la ciudad de Lima– encuentra un país con una marcada desaceleración económica que se deja sentir en todos los niveles económicos. Los empresarios, chicos y grandes, agrupados en docenas de gremios, han advertido esta semana que el derecho a la protesta no debe afectar “los derechos de los peruanos que quieren trabajar, vender y circular libremente”, y que –de frenarse la actividad económica– los más afectados son los más vulnerables del país. Su llamado no puede caer en saco roto.
En enero, como consecuencia de las manifestaciones en contra del Gobierno, el PBI se contrajo en 1%, la primera caída interanual desde la pandemia del COVID-19. Desde entonces, el avance económico ha sido más bien mediocre, marcado precisamente por expectativas empresariales adormecidas debido a la incertidumbre que este tipo de protestas –con su potencial de violencia– ocasionan. La inversión privada registra caídas que sorprendieron hasta a los más pesimistas, y todas las instituciones públicas y privadas van ajustando a la baja, mes a mes, sus proyecciones de crecimiento del PBI para el 2023. El resultado es menos empleo, menos ingresos y más pobreza.
Más allá de lo que pueda suceder el siguiente miércoles, la lección central debe estar en que la manera de resolver los desacuerdos políticos siempre pasa por el respeto a la institucionalidad y a los derechos de todos los ciudadanos, manifestantes o no. Si ello no está claro, y se puede más bien explotar la debilidad institucional del país con el uso de la violencia y la extorsión para fines políticos propios, la estabilidad mínima que se necesita para vivir en paz, trabajar, invertir y planear a largo plazo desaparece. Un país rehén no es un país viable. Y eso parece ser justamente lo que algunos quisieran que creamos sobre el Perú, a fuerza de repetición y violencia.