Como se sabe, la pandemia del COVID-19 viene sumiendo al mundo en una profunda incertidumbre. La magnitud de esta ha variado con el paso de los meses y a medida que más gente ha ido recuperándose de la enfermedad, pero con el estallido de múltiples rebrotes en todo el planeta, se hace evidente que existe un límite en nuestra habilidad para pronosticar qué vendrá después. Por lo menos hasta que se apruebe el uso de una vacuna y se masifique su aplicación.
Así, una parte del esfuerzo de las autoridades tiene que dedicarse a, en medida de lo posible y con lo que ya se conoce, ofrecerles cierta predictibilidad a los ciudadanos y a las empresas, en la forma de decisiones cuidadosamente sustentadas y con anuncios oportunos que les permitan adecuar sus acciones a las circunstancias. Pero, desafortunadamente, es precisamente en estos puntos en los que viene fallando el gobierno del presidente Martín Vizcarra.
Ayer por la mañana, por ejemplo, el ministro de Defensa, Jorge Chávez, aseguraba, a propósito de la siguiente etapa de la reactivación económica, que “la fase 4 no tiene fecha establecida” para comenzar. La frase parecía contradecir lo dicho por otros miembros del Ejecutivo, que fijaban el inicio de esta en octubre. Más tarde, empero, el jefe del Estado confirmaría en una conferencia de prensa que el siguiente paso en la reanudación de actividades se iniciaría el próximo mes de forma parcial, excluyendo a aquellos negocios que generan mayores aglomeraciones (como los cines y conciertos).
Resulta infortunado que tan cerca de la fecha en cuestión se ofrezcan declaraciones poco cohesionadas desde el mismo poder del Estado, especialmente cuando la economía tiende a ser sensible a las posiciones expresadas por quienes nos gobiernan. En esa línea, tampoco ayuda que recién ayer se confirme cómo se desarrollará el siguiente paso de la reactivación, aunque dejando pendiente el incierto arranque del resto de la fase 4.
Es claro que esta administración prevé la eventual llegada de una segunda ola de contagios –lo dijo el viceministro de Salud Pública, Luis Suárez, hace unos días– y que por ello está eligiendo ser cautelosa. Sin embargo, en la larga (y hasta redundante) exposición del presidente no hubo explicación alguna sobre cómo se enfrentaría este escenario si llegase a darse, una circunstancia que no es ajena a la agenda de reactivación. Si se esperan cambios sustanciales en el futuro cercano, lo más sensato sería contar con planes de contingencia o, por lo menos, con evidencias claras de que estos pueden ocurrir para que la ciudadanía se prepare.
Daría la impresión de que la estrategia del Ejecutivo es cruzar el puente cuando se llegue a él y, mientras tanto, trabajar con base en el decrecimiento en la tasa de contagios y muertes que se viene registrando. Pero las potenciales medidas para lidiar con un repunte podrían empezar a ser discutidas, con la participación del sector privado, para que, a diferencia de lo que ocurrió en los primeros meses de la pandemia, no haya demoras y cunda la incertidumbre.
Tampoco suma que el gobierno no haga explícita mucha de la información en la que sustenta sus decisiones. A lo largo de la crisis, disposiciones como la instauración de un toque de queda los domingos –luego reemplazada por la prohibición del uso de vehículos particulares esos días– y el mantenimiento de la inmovilización social obligatoria durante las noches no han sido respaldadas convincentemente. Una situación que hace aún más difícil determinar cómo se elegirá actuar más adelante.
Todo lo anterior sugiere que aún se está avanzando a tientas para enfrentar uno de los momentos más duros de nuestra historia, y aunque un grado de improvisación podía ser comprensible al comienzo ante un aprieto tan inusitado, las experiencias locales, extranjeras y, así, todo aquello que se sabe puede ocurrir, hoy lo hacen menos tolerable.