En los últimos meses, el número de trabajadores del sector público que cumple con sus labores desde casa, en el contexto de la pandemia del nuevo coronavirus, ha disminuido significativamente. Según Servir, se pasó de 33% de los funcionarios ejerciendo el trabajo remoto entre abril y setiembre a 25% en el último trimestre del 2020. Mientras tanto, con la segunda ola a cuestas, el número de empleados estatales contagiados de COVID-19 ha aumentado e, incluso, el Ministerio de Vivienda ya sumó dos muertos entre quienes se desempeñaban presencialmente.
Aunque no se puede asegurar con certeza que los fallecidos y enfermos se contagiaron en su centro de labores, la circunstancia hace necesaria una reflexión seria sobre cómo el Estado está protegiendo a quienes lo componen. El problema también alcanza al Congreso de la República, cuyo servicio médico ha dado cuenta de un aumento en la tasa de infectados por el patógeno, principalmente en los despachos parlamentarios. La Mesa Directiva ha tenido que publicar una exhortación para que se aplique el trabajo remoto “salvo situaciones absolutamente excepcionales”.
Lamentablemente, el aumento en el número de funcionarios que trabajan in situ no ha supuesto, como debería, un cumplimiento más minucioso de las medidas para prevenir los contagios en las oficinas del sector público. De acuerdo con Domingo Cabrera, secretario general de la Confederación de Trabajadores de Estado, los lineamientos, que incluyen el control del aforo mínimo y la protección del personal de riesgo, no se están cumpliendo cabalmente. Además, se sabe de trabajadores que se encuentran internados en centros de salud. Ello coincide con lo reportado por el congresista Daniel Olivares, quien recibió denuncias sobre los desacatos en cuestión y los comprobó en distintas entidades.
En circunstancias como la actual, en las que el Estado tiene la tutela sobre las disposiciones que se deben implementar para enfrentar la pandemia, lo esperado sería que el sector lidere con el ejemplo, no que sea paradigma de aquello que no se debe hacer. Vicios de esta naturaleza en el ámbito privado podrían devenir en una clausura del local infractor por parte de la Sunafil, pero lo mismo no ocurre en el público.
Lo cierto, sin embargo, es que la llegada de la segunda ola y el inminente colapso de nuestro sistema de salud merecen que nuestras autoridades, y la ciudadanía en general, pongan de su parte para minimizar el daño que nos pueda hacer esta parte –sumamente delicada– de la pandemia. La experiencia acumulada durante todo el 2020 debería informar, si no las medidas concretas que se deben implementar, nuestra preocupación por cuidarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean. El Estado debería ser, por antonomasia, el que más vele por nuestra seguridad y salud.
Si se requieren recursos para, provisionalmente, cproveer a los funcionarios de herramientas para trabajar desde casa (como acceso adecuado a Internet), deberían implementarse los mecanismos legales para lograrlo. Las situaciones excepcionales demandan respuestas excepcionales y hoy el objetivo es ponerle obstáculos a la propagación del virus.
No procurar que la mayor cantidad de trabajadores cumplan con sus tareas desde casa, en esta coyuntura, es un meridiano acto de irresponsabilidad por parte del sector público. En este momento, no podemos arrastrar los pies ante el COVID-19; al contrario, toca retomar y atizar la vigilancia que todos demostramos cuando empezó este trance. El cansancio es comprensible, pero no hay espacio para la desidia.