El 13 de junio, Rubén Moreno Olivo, sicario de la red criminal del ex presidente regional de Áncash César Álvarez, salió del penal de Piedras Gordas con una orden de arresto domiciliario, a pesar de que sobre él pesaba –y pesa– una sentencia de 25 años de prisión, confirmada por la Corte Suprema, por intento de homicidio. Hoy está prófugo.
El asunto puede llamar a confusión pues, en realidad, estamos hablando de las consecuencias de su involucramiento en dos casos distintos. El primero tiene que ver con la tentativa de homicidio al ex consejero regional de Áncash Ezequiel Nolasco en el 2010: un delito del que Moreno Olivo fue hallado culpable en enero del 2015 y sentenciado a los ya mencionados 25 años de prisión. El segundo, en cambio está vinculado con su supuesta participación, en el 2013, en el homicidio de Hilda Saldarriaga (testigo clave del caso anterior) y se encuentra todavía en etapa de investigación.
Es, pues, a propósito de este último proceso que a Moreno se le ordenó cumplir 18 meses de prisión preventiva en julio del 2017. Y, al haberse agotado ese plazo en febrero de este año, el juez del Primer Juzgado de Investigación Preparatoria Nacional, Richard Concepción Carhuancho, debía emitir un mandato de excarcelación. En la resolución enviada al Instituto Nacional Penitenciario (INPE), empero, el magistrado precisó que el cambio de situación penitenciaria del reo debía materializarse “siempre y cuando no cuente y/o registre mandato de detención en su contra emanado por la autoridad competente”.
Entonces, habida cuenta de la pena de 25 años que ya pesaba sobre Moreno por el otro delito, era evidente que la condición planteada por el juez para que fuese retirado del penal de Piedras Gordas no se cumplía. El INPE sencillamente tenía la obligación de mantenerlo donde estaba y no lo hizo. El sicario dejó la cárcel mucho antes de lo que le correspondía y no sonó ninguna alarma… O solo sonó una muy tardía. Ahora está libre un hombre que supone un peligro para la ciudadanía y, específicamente, para Fiorella Nolasco, hija del asesinado ex consejero regional quien ha declarado que teme por su vida.
El hecho es, por supuesto, muy grave. Tanto que ha traído como consecuencia el cese de todo el Consejo Nacional Penitenciario. Una medida indispensable en el esfuerzo del Ministerio de Justicia por hacer un control de daños ante el escándalo, pero que en última instancia no contribuye a remediar el problema de fondo: la forma descoordinada y frecuentemente torpe en que opera la relación entre la justicia y el sistema penitenciario en el país.
Está claro que no solo nos enfrentamos a la repentina liberación de un delincuente sentenciado y bajo investigación por otros delitos graves, sino ante la reiterada evidencia de que las instituciones que integran ese sistema no pueden cumplir con la más elemental de sus tareas: asegurar que los criminales permanezcan en prisión hasta cumplir sus condenas.
La situación, además, adquiere ribetes particularmente dramáticos en un contexto en el que la inseguridad ciudadana mantiene en vilo a todos los peruanos. ¿Cómo podemos pretender que el Estado haga cumplir la ley cuando el diseño del sistema (y la irresponsabilidad de quienes lo componen) permite que probados criminales estén en las calles? Es evidente que existe una peligrosa desconexión entre quienes dictan las medidas restrictivas para estos y quienes deben hacerlas efectivas. Y no olvidemos que el caso que nos ocupa concita interés mediático, por lo que es probable que sea solo uno de muchos que no llegamos a conocer.
No se puede descartar, por otro lado, la posibilidad de que esto no haya sido una simple negligencia de las autoridades involucradas. Lo ocurrido demanda una investigación profunda para verificar que no haya sido la consecuencia de algún acto de corrupción en el interior del INPE. Y asegurar así que la próxima vez las alarmas suenen a tiempo cuando un criminal esté por abandonar el recinto carcelario al que se lo destinó sin haber cumplido cabalmente su sentencia.