Enhiesta hasta la última hora, Sarah Bernhardt ha caído sobre el escudo; muere en la escena de sus triunfos y en el fulgor de su gloria; todo el mundo del arte estaba pendiente de su hora postrera y una honda congoja embarga los espíritus; la voz de oro y de cristal se apagó; los ojos, todo fuego, se cubrieron de dolor y de sombra; el cuerpo cimbreante, todo agilidad y armonía, serpenteante y admirable, está inmóvil y rígido; el espíritu divino entró en la eternidad y en la gloria. En la hora de la muerte de la Divina hay un temblor de estrellas esperándola