Cuando Ana Jara se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró en su oficina convertida en la primera ministra. Estaba tumbada sobre su espalda, con un fajín ministerial a punto de resbalar al suelo. “¿Qué me ha ocurrido?”, pensó. No era un sueño.
Su oficina, una auténtica oficina de primera ministra, si bien algo pequeña, permanecía tranquila. Por encima de la mesa se encontraba un cuadro que había colgado en un bonito marco dorado. El cuadro era una foto que no dejaba lugar a duda: su juramentación en Palacio frente al presidente y un crucifijo.
“¡Dios mío! ¿Cuándo fue eso?”. No podía recordarlo. La foto parecía tomada meses atrás. ¿Habían pasado meses como primera ministra sin saberlo? Recordaba con nitidez el día que, emocionada, juró como congresista por Ica. Recordaba también su paso por su querido Ministerio de la Mujer y también su inesperado cambio al ajeno Ministerio de Trabajo. ¿Pero primera ministra? De eso no recordaba nada. ¿Qué había estado haciendo todo este tiempo?
Debía ponerse de pie, debía cumplir con el encargo del presidente, no podía defraudarlo a él ni a la población. Por Dios y por la patria, debía recuperar el tiempo perdido. Intentó ponerse de pie, pero fue en vano. De inmediato sintió cómo la energía abandonaba su cuerpo sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo. Lo último que vio antes de que sus ojos se cerraran fue el cuadro con el marco dorado en la pared. No pudo sonreír.