“Si se le entrega al gobierno la administración del desierto del Sahara, en cinco años habrá escasez de arena”. Con estas palabras, más o menos, graficaba el economista Milton Friedman la incapacidad secular de los estados y gobiernos de manejar los recursos públicos. Salvo honrosas excepciones, los experimentos de gestión estatal de empresas y actividades acarrean, en casi todo el planeta, una combinación infeliz de dispendio, ineficiencia, baja calidad y corrupción.
Lo hemos vivido los peruanos y lo seguimos padeciendo en todos los ámbitos en donde el Estado construye obras, produce cosas o brinda servicios. ¿Será porque los gerentes y técnicos pierden automáticamente el buen juicio, apenas incorporados a una planilla estatal? No es improbable que algo de ello ocurra, pero lo más verosímil es que, tratándose de dinero que es de todos y no es de nadie, desaparezcan los incentivos para cuidar de él.
No todas estas ineficiencias impactan de la misma manera en la sociedad. La sobrevaloración de obras públicas es terrible, como es penosa la incapacidad de comprar a tiempo los vagones para movilizar pasajeros en el tren eléctrico o bloquear las llamadas de los celulares desde las prisiones.
Pero la incompetencia asociada a la gestión del agua y el desagüe es, además, una inmoralidad. En la larga lista de estropicios que la acción estatal causa entre nosotros, pocas cosas son más alarmantes a estas alturas que el déficit de conexiones y abastecimiento de agua y desagüe, incluso en las zonas urbanas de las principales ciudades del país.
¿Algún programa de ayuda social podría tener mayor impacto que la provisión de estos servicios a los ciudadanos más pobres? Fuera de la alimentación, ¿hay algo más importante que un caño con agua limpia y un inodoro? Toda la retórica asistencialista se desvanece al contrastarla con el hecho de que, solo por hablar de Lima, en las zonas marginales la gente paga doce veces más por el agua que en los barrios tradicionales de la ciudad.
Doce veces más. Y no por el mismo servicio, porque eso es lo que cuesta llenar una cisterna en la puerta de la casa, cubierta con plásticos y maderas, de la cual todavía hay que extraer el agua en baldes.
Pero esto no quita el sueño de nadie en el poder. Como no asombran las declaraciones del ministro de Vivienda, Construcción y Saneamiento, cuando reporta que en provincias las empresas prestadoras de servicios de saneamiento solo facturan el 50% del agua que producen y apenas cobran el 25%.
Un desastre por los cuatro costados. Por eso, debería ser motivo de escándalo que, en esas mismas declaraciones, el ministro anuncie que cualquier asomo de privatización, total o parcial, de Sedapal haya sido descartado porque “políticamente no había las condiciones”.
Vaya uno a saber cuáles son las condiciones que un gobierno necesita para encarar una tarea tan fundamental como asegurar la provisión esencial de agua y desagüe. ¿Y no las tuvieron tampoco en el primer año del gobierno? ¿No existen esquemas de participación privada que puedan, incluso sin transferir la propiedad, mejorar la gestión de una empresa tan ineficiente como Sedapal? ¿Qué condiciones políticas les cabe a los pobres esperar para poder tomar agua limpia e ir al baño como seres humanos?
Faltó coraje, señor ministro. Pésima nota en esta materia al gobierno humalista de la inclusión social.