Para resolver nuestros problemas, necesitamos una nueva Constitución. Ese viejo modo latinoamericano de pensar ha hecho de nuestra región la que más constituciones ha tenido en el mundo.
América Latina ha promulgado casi 200 cartas magnas, más de 10 por país en promedio (el promedio europeo es 4; el británico americano es 1,5). República Dominicana ha tenido 32 constituciones, la mayor cantidad, seguida por Venezuela (26) y Ecuador (21). Perú ha promulgado solo 12.
Esas cifras las reportan los profesores Niall Ferguson y Daniel Lansberg-Rodríguez en un estudio publicado por la Fundación para el Progreso en Chile. Tanto reemplazo de las leyes fundamentales, característica particular de América Latina, ha producido por definición constituciones desechables. Eso no le ha servido a la región, según los autores.
Históricamente, los cambios de Constitución se han originado tanto de líderes populistas de izquierda como de caudillos de derecha. En años recientes, ha sido la izquierda extrema la que ha liderado estos cambios en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, como es bien sabido. Ahora, a raíz del descontento popular con el sistema político, se está pidiendo que se organicen asambleas constituyentes en el Perú y en Chile. Por las protestas chilenas masivas, y a menudo violentas, el gobierno de Sebastián Piñera dice que no descarta esa posibilidad.
Uno de los argumentos para redactar una Constitución nueva es que la vigente nació durante una dictadura y, por lo tanto, no puede ser legítima. Pero los autores señalan que la historia desmiente esa imposibilidad ya que un 20% de las constituciones democráticas de hoy surgieron bajo condiciones no democráticas y se adaptaron luego a la democracia. Las de Japón, Holanda, Argentina, México, Bélgica y Noruega son ejemplos.
Añaden los autores: “Vale la pena recordar que la Constitución republicana más antigua e incuestionablemente exitosa que se conozca, la de los Estados Unidos, fue formulada por un grupo de terratenientes no facultados para ello y que habían sido designados de manera no democrática, quienes trabajaron bajo condiciones de absoluto secreto y que, en cierta forma, buscaban perpetuar la institución de la esclavitud”.
Reemplazar las constituciones de manera frecuente, en cambio, podría empeorar la inestabilidad al no permitir que la Constitución establezca una reputación a través del tiempo y al promover cierta “adhocracia” que se supone es lo que una Constitución busca evitar. Ferguson y su coautor dicen que, al reemplazar procedimientos y normas institucionales frecuentemente, se le da típicamente más poder al presidente y se debilitan relativamente las otras instituciones.
Es más difícil hoy que en épocas anteriores producir una Constitución buena, según los autores, dado que el escrutinio sobre las negociaciones es extremadamente público. Eso genera constituciones que prometen cada vez más “derechos” sin tener que justificar si se pueden o no realizar y explica por qué las cartas magnas se han estado alargando en los últimos 50 años. Las constituciones latinoamericanas, por ejemplo, tienen un promedio de 249 artículos, mientras que, en América Británica, donde menos se reemplazan las constituciones, el promedio es 34.
Reemplazar las constituciones cada vez que hay descontento no tiene sentido, sobre todo si se trata de constituciones que han estado vigentes en democracia por un buen tiempo, han sido enmendadas y cambiadas en democracia, y que por eso han adquirido legitimidad, como han sido los casos peruano y chileno.
Es un despropósito, además, pedir un cambio de Constitución, basado en protestas callejeras, como sucede en Chile. Tal como observa Sylvia Eyzaguirre T. “La calle es desigual no solo porque en el corto plazo es capturada por los intereses de los grupos más articulados, sino, sobre todo, porque invisibiliza a los millones de personas que no se manifiestan, pero que tienen igual derecho a incidir”.
Esperemos que ni Chile ni el Perú vuelvan a la pobre tradición de desechar constituciones con frecuencia.